En julio del 1985, mi madre, mi hermana y yo llegamos a Estados Unidos al reencuentro con mi padre, para finalmente estar juntos después de una separación involuntaria de tres años y medio. Mi madre vivía con nosotros en Mao y mi padre había emigrado a Nueva York para, según su pensar (pienso que el tiempo le ha dado la razón), darnos una mejor vida.
Ramón Ramírez (Mon) no tuvo una vida fácil. Entre otras muchas cosas, estuvo varios meses huyendo por cuestiones políticas durante la dictadura de Trujillo. Fue apresado pero, por fortuna, logró salir de la cárcel La Cuarenta con vida, no sin antes afrontar cientos de vicisitudes que iban desde pasar malas noches, andar desnudo y descalzo, comer cáscaras de plátano para no morir de inanición, hasta sufrir incontables maltratos que se caracterizaban principalmente por latigazos en la espalda y quemaduras con fierros calientes hundidos en la piel y cuyas cicatrices fueron indelebles aún con el paso de los años. Fui testigo de ello: varias veces pude ver su espalda cubierta, casi en su totalidad, por las marcas de dichos latigazos. Corrió con suerte y sobrevivió; no así su hermano menor, Fernando Arturo Ramírez (Papito).
Fue exactamente el 17 de julio cuando arribamos a la Ciudad de los Rascacielos, dejando atrás nuestro pueblo, nuestra cultura y nuestros parientes, además de mis hermanos pequeños que llegarían en diciembre de ese mismo año.
Mi padre se quejaba de un dolor, mismo que no había podido atender por no pedir tiempo libre en el trabajo (así de responsable era). Cuando llegó mi madre y lo veía retorcerse, le pidió que se cogiera un día y se fue con él al hospital St. Luke's Roosevelt en la calle 110 y la avenida Ámsterdam. Allí, días después, le dieron el diagnóstico: cáncer de hígado.
Me acuerdo de aquel momento en el que a mi padre le brotaron dos lágrimas y, con voz entrecortada, dijo: "Quiero ver a mis muchachos antes de morir; quiero irme a Mao".
Recuerdo haberme metido en el baño de aquella habitación del hospital St Luke’s Roosevelt cuando llegaron los médicos a corroborar el diagnóstico. Me fui a hablar con el Dios en el que creía para pedirle que nos diera la oportunidad de estar juntos nuevamente como la familia que fuimos cuando estábamos en Mao. Lloré desesperadamente. Imploré que se hiciera presente con su omnipotencia y le diera la sanación a papi, pero éste se hizo de oídos sordos. Estaba desahuciado y yo me sentí en el absoluto abandono.
Mi madre se fue con mi papá a Dominicana días después. Mi hermana y yo volvimos a Mao el 26 de septiembre, de madrugada. Logré conversar unos minutos con mi padre y unas horas más tarde se fue de este mundo. Siempre digo que esperó a que llegáramos mi hermana y yo para despedirse. Dos meses y 10 días después de que llegáramos a New York, desapareció físicamente. Quedé huérfana a mis 17 años, cosa que no supe asimilar con el dolor que le correspondía en su momento y que con los años me fue abriendo grietas en el corazón.
Estuve mucho tiempo enfadada con Dios; sentía que me había dejado en el total desamparo, y, desde entonces, fui caminando hacia el agnosticismo y allí me he quedado, sin ninguna rendija que dé paso a otra cosa que no sea la espiritualidad en forma de energía.
¿Cómo hubiese sido la vida, nuestra vida, si mi padre hubiese sobrevivido a esta terrible enfermedad? Nunca lo sabré; nunca lo sabremos... Ni hoy, a treinta y cinco años sin él, ni nunca.
«Cada cual en su universo siente su dolor como algo inmenso»
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