Nací a finales de 1943 en Barcelona, de padre catalán y madre aragonesa. Soy lo que en Cataluña se conoce como un charnego, un mestizo que, en mi caso, no heredó ni la prudencia del seny catalán ni la certidumbre aragonesa pero que de manera natural, se educó en la comprensión de la diversidad y la tolerancia de lo distinto.
Nací en una clínica, cosa extravagante en un tiempo en el que normalmente la gente nacía en casa. Pesé en el parto cinco kilos, una barbaridad, pero mi madre lo contaba como si fuera una hazaña. "Nació criado...", repetía orgullosa a las visitas.
Mi padre se llamaba José. Trabajaba en la compañía del Gas y era un manitas que igual fabricaba una nevera que pintaba la casa o levantaba un tabique. Viudo en primeras nupcias, aportó al matrimonio un hijo producto de sus anteriores circunstancias. Mi madre, que se llamaba Ángeles, además de llevar la casa, colaboraba para sostener el presupuesto familiar cosiendo pijamas mientras escuchaba las radionovelas de la tarde.
Al poco de casarse, y por no ser menos, incorporó al grupo familiar un par de sobrinas huérfanas de guerra. Así pues, soy un hijo único con tres hermanos.
A los veinte días de nacer, nos instalamos en la calle Cabañes, una cuesta con nombre de poeta que engalana una fuente donde abrevan los pájaros y los perros; pero eso ya lo cuento en una canción que pueden encontrar más adelante.
Entonces como ahora, el Pueblo Seco era un barrio obrero de Barcelona. Apenas un puñado de casas modestas junto al puerto, separadas del barrio chino por el Paralelo, el bulevar donde se concentraba la mayor parte de los teatros y music halls de Barcelona. El barrio se recuesta sobre la falda de la montaña Montjuic, en cuyas ladera sus plantaron sus chabolas gentes llegadas del sur de España y, de este modo, ampliaron el Pueblo Seco y le cambiaron la cara con sus costumbres, sus músicas y su manera de entender la vida.
La calle era el patio de recreo donde jugábamos al salir de la escuela y en cuyas aceras nos sentábamos a merendar y a contarnos historias. Allí aprendimos lo que no enseñaban los maestros ni nos contaban en casa.
En mi calle todos estábamos al tanto de quién era quién y de dónde venía cada cual. Sabíamos que aquél era un confidente de la policía, este otro un estraperlista o que la señora Consuelo había sido corista del Bataclan.
La gente se llevaba más o menos bien, pero en un caso de necesidad siempre se echaban una mano unos a otros. La escasez es mucho más solidaria que la abundancia. En la calle, como en casa, se hablaba catalán y castellano indistintamente y de manera natural. No así en la escuela, ni en la prensa o en la radio, donde sólo existían el idioma y el pensamiento oficial: castellano, naturalmente.
Pronto me enteré de que éramos de los que perdieron la guerra, como la mayor parte de la gente de mi calle. Una guerra que dejó huérfana a mi madre, inconsolable a mi padre y llenó la casa de fantasmas que nos persiguieron toda la vida. Empecemos por decir que me llamo Joan Manuel en memoria de la abuela Juana y el abuelo Manuel, padres de mi madre, asesinados por los franquistas.
Aprendí a leer en la calle. Me enseñó la hija de la lechera, que se llamaba Conchita y era mi maestra en primer grado de primaria en los escolapios. Yo tenía tres años cuando ella me enseñó a juntar las letras de los anuncios mientras me llevaba al colegio: "Ultramarinos", "Garaje Llorens". Casi sin esfuerzo aprendí a deletrear palabras dificilísimas que circulaban en los laterales de los tranvías, como "Circunvalación", "Barceloneta-Sans", "Hojas de afeitar Palmera".
De su mano, el camino se hacía más corto y el frío se toleraba mejor. Porque cuando yo era niño siempre hacía frío, un frío húmedo que mordía las pantorrillas y que los pantalones cortos no alcanzaban a cubrir; un frío de pobre que se colaba por los interludios de una bufanda cuyo abrigo apenas tapaba media oreja. Hacía frío y el mundo era triste, pero la tristeza nunca me dio de lleno. El frío sí.
Fueron tiempos de escasez; años de vencedores y vencidos; de restricciones de luz y comida racionada. Pero a mí no me parecían ni buenos ni malos. Era lo que había, lo único que conocía, y todo me parecía bien mientras se pudiera jugar al fútbol y hubiera lagartijas a las que emborrachar con tabaco y cortarles la cola. Pero en invierno hacía mucho frío.
Primer concierto de la gira de despedida "El vicio de cantar". 27 de abril, 2022. New York.
Fuente: Joan Manuel Serrat Algo Personal- Autobiografía