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Foto del escritorShayra

Serrat se detiene en seco como si pudiese “revivir un cadáver” llamado Calella de Palafrugell

Actualizado: 10 dic 2021

El sol refulge por encima de un mar verdoso cuando Joan Manuel Serrat se detiene en seco como si, en un fugaz hechizo, pudiese “revivir un cadáver” llamado Calella de Palafrugell. Minutos antes de su llegada amenazaba tormenta, con un cielo gris y algo grosero, pero es una de esas tardes de mayo en las que las nubes navegan sin timón y, en cuestión de un instante, todo cambia. El clima es “variable”, como el estado emocional de Serrat hace justo medio siglo, cuando se movía por este pueblo de pescadores como un cantor con alma de marinero. “Justo ahí”, dice señalando con el dedo el edificio Batlle, hoy un acogedor bloque de apartamentos veraniegos que, a sus ojos, se transforma en el hotelito costero donde se hospedó durante mayo de 1971 para componer buena parte de Mediterráneo, su disco más emblemático y una de las grandes obras de la historia de la música popular española. Un álbum que cumple ahora 50 años. “Mi habitación estaba en la segunda planta”, remata, ataviado con una gorra gris y quieto sobre la plazuela triangular frente a la playa de Port Bo, donde, en una estampa propia de un cuadro de Sorolla, descansan las barcas en la arena gruesa y las gaviotas sobrevuelan los arrecifes rocosos.


Desde esa habitación, hoy desaparecida, veía Serrat todos los días el mar Mediterráneo en un tiempo lejano, cuando su “única guía” era su estado emocional variable: “Dependía de lo que me ocurría y les ocurría a los de alrededor en ese momento, es decir, de los besos y las bofetadas que la vida te va repartiendo”.




En la primavera de 1971, el músico, convertido ya en una auténtica estrella del pop, se refugió en este pueblecito para buscar tranquilidad e inspiración. A sus 28 años era un cantante de masas e ídolo juvenil que había dado un impulso magnífico a la canción catalana y española. Era todo un hito. Desde sus humildes orígenes en el barrio obrero barcelonés del Poble-sec, este hijo de un anarquista catalán y un ama de casa aragonesa se había dado a conocer en 1965 con sus primeras composiciones y había renovado con un aire fresco lo que se dio en llamar la nova cançó, aquella plataforma de pioneros que reivindicaron el uso del catalán en la música española. Asentado como referente de aquel movimiento, sorprendió y se pasó a cantar en castellano. De esta forma también triunfó más allá del Ebro, tanto que acaparó portadas de revistas, protagonizó películas e hizo las Américas. Con aquella melena vagabunda y mirada serena, el Serrat de 1971 era el rostro del éxito en España.

Joan Manel Serrat en el Teatro Coliseum Barcelona 1970


Fueron días de muchos besos, pero también de algunas bofetadas. Aquel joven Serrat, que llevaba un ritmo de trabajo frenético, se las tuvo que ver con dos bandos que, aún hoy, parecen irreconciliables. El músico estaba vetado por TVE desde la sonada polémica que protagonizó en 1968 al negarse a cantar en español en Eurovisión, motivo por el que el ente público decidió enviar a Massiel. Al mismo tiempo, muchos de los que le habían aplaudido por su defensa de la canción en catalán le acusaron de traidor por haberse pasado a cantar en español en sus discos. Se hallaba en mitad de la vorágine. “Desde Eurovisión, había sacado tres discos: los dos en castellano y Serrat 4 en catalán. No paraba. Su representante, Lasso de la Vega, estaba febril con su éxito y le imponía una agenda brutal de giras y promoción. Serrat se replanteó muchas cosas. Mediterráneo capta esa sensación. Si no es conceptual, al menos en su broche final tiene una unidad muy apabullante y sensorial. Muy significativa de la forma que tiene Serrat de percibir la vida”, explica Luis García Gil, uno de los mayores estudiosos de la obra del músico y autor de los libros Mediterráneo. Serrat en la encrucijada y Serrat y los poetas (ambos editados por Efe Eme).


Es media tarde de un miércoles y la tranquilidad reina en Calella de Palafrugell. Apenas hay gente por sus callejuelas empedradas, por las que cuelgan farolillos negros y se ven balcones y terrazas cerrados a cal y canto. Parejas que pasean, algunos estudiantes que se han saltado las clases para conocer este bello enclave costero y unos puñados dispersos de turistas franceses, alojados en lujosos apartamentos y que pasan las mañanas en la playa y las noches en el café Calau, el único establecimiento que está abierto en las noches de diario en este pueblo que cobra nueva vida los fines de semana y se rebasa de turistas en verano. Elegante y luminoso, con sus sillas de madera y sus lámparas cálidas de mimbre, el Calau es como cualquier cafetería europea turística. De un molde mil veces visto, que ahora es muy distinto al aire marino de algarabía y compadreo de la taberna que descansaba en el mismo lugar cuando Serrat tenía instalada allí hace cinco décadas su “oficina”, justo debajo del hotel Batlle. “Donde atendía”, suelta con una risa. Ahora, como entonces, era mayo y los turistas no llegaban hasta más tarde. Sin embargo, el turismo del Levante español era diferente, menos invasor y numeroso, mucho más catalán. “Fui a Calella porque era un lugar precioso, tenía amigos y me lo pasaba muy bien. Las canciones de Mediterráneo se gestaron allí porque yo estaba allí”, confiesa Serrat.


La playa de Port Bo, en Calella de Palafrugell (Girona), esencia de la Costa Brava.

Foto: Jordi Socías


Joan Manel Serrat en la casa de los Regás. Llofriu 1971.

Foto: Colita


Su paso por este pueblecito pesquero y de cabotaje que conserva trazados portuarios del siglo XVIII, característicos del más evocador paisaje mediterráneo de la Costa Brava, fue un estímulo importantísimo. Las canciones del álbum también se compusieron en otros lugares, según cuenta su autor, como Cala d’Or, en Mallorca; Mojácar, en Almería, y Hondarribia, en Gipuzkoa, donde fue a encontrarse con Miguel Mihura con el fin de ver la posibilidad de una adaptación musical de Tres sombreros de copa. De todos estos sitios, Calella y la Costa Brava, con su fulgor marino, inundaron la mirada de aquel joven contemplativo y vividor que buscaba empaparse del entorno. “Hubo cosas que influyeron claramente. Una de ellas es que pasé mucho tiempo en el Ampurdán. Es una zona de una fuerza y una riqueza especiales y siempre esperé que eso se colase en mí”. Se coló. Y de qué manera.


En 1971, el hoy desaparecido hotel Batlle estaba frente a la playa, donde Serrat llevaba una “vida rutinaria”. “Cada mañana me tumbaba a tomar el sol y luego me daba un chapuzón rápido porque el agua estaba fría. Comía en el hotel y por la tarde escribía, paseaba, me dejaba llevar…”, explica el músico, quien contó con la complicidad de Rosa Moret, antigua propietaria del hotel junto a su difunto marido, Tomás. “Tenía tres hijas y él siempre me decía que se las dejase para llevárselas de fiesta. Yo le contestaba que me las devolviese, que no me las perdiera por ahí”, cuenta con una sonrisa Rosa, hoy octogenaria y que vive en el centro de Palafrugell, lejos de la playa. Ella y su marido compartían noches en el bar, y Tomás era, según Serrat, “el colega al otro lado de la barra con conversaciones sobre lo terrenal y lo eterno”. Pero no era el único en aquellas noches regadas de vino, alargadas hasta bien tarde, tal y como rememora su protagonista: “Había una pequeña diáspora de amigos que se distribuían por los pueblos de la costa y subían especialmente los fines de semana. Unos porque tenían casa y otros porque tenían morro”. En el disco rindió homenaje a uno de ellos en la canción Tío Alberto, inspirada en Alberto Puig Palau, un bon vivant y libérrimo antifranquista que, según Serrat, fue “elemento fundamental y estable de aquellas actividades infinitas que iban sin horarios ni compromisos en un ambiente presidido por una gran libertad”.

Los colores azul y verde del mar de la Costa Brava inspiraron al músico a la hora de componer 'Mediterráneo'.

Foto: Jordi Socías


Ahora, paseando por la calle de les Voltes, donde restaurantes y tiendas de ropa pija conviven con antiguas casitas blancas de tres pisos que guardan aún el encanto del pasado, Serrat echa la vista atrás y reconoce que otro “personaje extraordinario” que bien hubiese merecido otro tributo porque “dio luz a muchas noches” fue Tomás Cervera, el fallecido dueño del restaurante Madame Zozó. Ubicado en la localidad de Mont-ras e inspirado en el cabaret parisiense Moulin Rouge, Madame Zozó hacía también la función de sala de fiestas en la que solía bailar Carmen Amaya y tocar el jazzista estadounidense Lou Bennett. Fue uno de esos lugares divertidos y luminosos del boom de la Costa Brava en los setenta, que, como polillas, atrajo a una buena nómina de la gauche divine, toda esa gente heterogénea de izquierdas, entre intelectuales, artistas y vanguardistas inclasificables, que Serrat califica hoy como “guapa, talentosa y hedonista”. A ella pertenecía también Colita, la fotógrafa que le retrató para la portada de Mediterráneo y las imágenes interiores en las que se le ve con los hijos de Rosa Regàs. Antes de llegar a Calella en la primavera de 1971, el músico ya había estado en el pueblo invitado por Oriol Regàs, quien tenía una casa y con el que solía hacer planes familiares cogiendo una barca para ir a comer tortilla a las islas Formigues.


Aquella bulliciosa colmena humana también encontró en el hotel Llafranc, justo al lado de Calella, otro fortín bohemio y marchoso regentado por Manel Bisbe, conocido como el Gitano de la Costa. Por Llafranc, con su exquisito guiso de bacalao, sepia y aves, podían parar Rock Hudson, Sophia Loren, Kirk Douglas, Elizabeth Taylor, Paco de Lucía, Xavier Cugat y La Chunga. Sin embargo, Serrat acababa reunido al final del día con sus amigos vitalistas en su oficina de Calella. “Tomás y el Gitano de la Costa formaban una pareja de baile para la vida despreocupada y provocadora en el Batlle. Nos juntábamos por la noche y cantábamos en cuanto aparecía una guitarra y se soltaban cuatro copas”. Aquella existencia hedonista atraviesa todo el disco en un compositor que se movía entre pueblo y pueblo con un Alfa Romeo de los años treinta y soltero, aunque había protagonizado romances sonados con modelos como Susan Holmquist, que había sido portada de la primera edición de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. “Iba solo. Era un chico soltero y, de alguna manera, cumplidor con su estado civil. Vivía mi soltería con libertad y alegría. Casi diría que con gula”, recuerda con una sonrisa. “Con el debido respeto, en aquella época follar estaba de moda. No funcionaba el WhatsApp ni los teléfonos. De hecho, los teléfonos funcionaban con ficha y entonces, claro, era mucho mejor verse”.


Cincuenta años después, Calella es un territorio turístico cotizado bastante indiferente a la historia de Serrat. No hay nada que remita a ello en el pueblo, que cuenta con un mirador en honor al inventor de la fórmula de las pastillas Juanola, oriundo de Palafrugell. Solo lo hacen los recuerdos que trae Serrat y unas canciones que, compuestas con “guitarra, casete y paciencia” en el cuartito del hotel Batlle, siguen evocando con sus arreglos orquestales y sus melodías hipnóticas al estado de brillo y ligereza propio de esta orilla del Mediterráneo. La playa de Port Bo, donde el joven Serrat solía tirarse a la bartola, conserva el mismo encanto de antaño. Justo al lado se encuentra el tramo antiguo de soportales, un paseo que data del siglo XIX y que también se conoce como Ruta Josep Pla, en el que los turistas de todas partes del mundo hoy se sientan a comer en terrazas. Una estampa que no encajaría en los retratos escritos por la pluma irónica y ágil de Pla, quien vivió una especie de exilio interior en estas tierras de la Costa Brava, donde reflexionó y buscó sentido a la existencia con el único consuelo del paisaje y sus gentes, esos payeses, pescadores y personas sencillas que poblaron muchos de sus libros. El universo de Mediterráneo, con esa atención a las pequeñas cosas y a los pueblos blancos que reflejan el paisaje social de la España del tardofranquismo y el éxodo rural, tiene que ver mucho con la mirada de Pla, “el ampurdanés con boina que ejerció en todo el mundo”, según Serrat. “Su universo es muy internacional. Él mismo dijo que solo en lo provinciano se puede encontrar lo internacional”. Los personajes y los paisajes siempre han sido cotidianos en la obra de Serrat, quien se sigue definiendo como “un niño de barrio”, solo que, dice, no pasó de ser un niño de barrio a uno del Mediterráneo. “Yo era un niño de barrio mediterráneo”, sentencia.



Al día siguiente del paseo por Calella de Palafrugell, Serrat charla tranquilamente en La Venta, un restaurante elegido por él y ubicado en lo alto del Tibidabo, donde se divisa gran parte de la ciudad de Barcelona. Es cuando explica sus orígenes, esa relación estrecha con su barrio del Poble-sec, que, afirma, no le ha abandonado. “¿Ves aquellas chimeneas de allí?”, pregunta desde la mesa del salón del restaurante antes de señalarlas. “Son las tres chimeneas de la Canadenca, la que promovió las huelgas de la Semana Trágica. A los pies está mi barrio. ¿Lo ves? Está junto al mar. El mar confiere a la gente que está cerca algo importante: mirar muy a lo ancho, ver muy lejos, no tener barreras naturales que limiten las fantasías”. Como a Josep Pla, ese mar embriagó y contagió al Serrat adolescente de una suerte de entusiasmo por la realidad, casi un panteísmo sensual por el paisaje. Si Pla decía que los humanos éramos “animales climáticos”, Serrat asiente y sentencia: “Yo lo soy, totalmente”. Con ese cielo alto y despejado, y ese aire sembrado por caracolas, arena y algas, el clima mediterráneo marca unas canciones que, en el conjunto del disco, ofrecieron a principios de los setenta una especie de paisaje nuevo, más positivo y resplandeciente que el “mar de acero de olas grises” cantado por Machado, al que Serrat previamente había rendido tributo y hoy, tanto tiempo después, vuelve a reivindicar. “El mar de Machado no es el mar de un sevillano que pasa por Soria y Baeza. Todo ese universo machadiano acaba en Valencia y muere en Colliure. Él también conoció otro mar. De ninguna manera creo que el de Machado y el mío sean distintos. Como no lo es que sean distintos el mar bravío y el mar plácido. No son lo uno ni lo otro. Como en las personas, debajo de un mar bravío hay uno plácido”.


Bravío o plácido, y con los prodigiosos arreglos de Juan Carlos Calderón, Gian Piero Reverberi y Antoni Ros-Marbà, Mediterráneo fue un éxito inmediato cuando se publicó a finales de 1971. “Se recibió con entusiasmo. Hasta ese disco, Serrat no había podido demostrar toda su capacidad en castellano. El anterior había sido una colección de singles y este era su primer disco verdadero en castellano. No hay ninguna canción que sobre ni que falte”, asegura José Ramón Pardo, periodista veterano que por entonces era redactor-jefe de la revista Blanco y Negro, escribía de música en el diario Abc y colaboraba en RNE. Pardo señala que, si el comienzo era perfecto con la canción que da título al disco, también lo era el final incluyendo Vencidos, el poema de León Felipe que habla de cuando Don Quijote y Sancho Panza ven el mar en la playa de Barcino, nombre de la Barcelona romana, donde la aventura de Quijote tocó a su fin. El caballero andante de Cervantes ejercía de metáfora para el viaje que buscaba Serrat, que volvía, como con Machado y poco después con el álbum dedicado a Miguel Hernández, a incorporar potentes ideas poéticas a la España del franquismo agónico, dando un nuevo aliento y dibujando una ilusión renovada. El Mediterráneo como una idea de libertad y fraternidad, un clima que unía pueblos más que separarlos. Medio siglo después, esta idea, como un álbum que no ha dejado de agrandarse con el paso del tiempo, sigue tan vigente como el primer día cuando el enfrentamiento entre España y Cataluña está tan enconado. “Lo que nos haría falta sería una sociedad que se enfrentara a esta polarización, que enarbolara banderas de tolerancia y de respeto al prójimo”, reflexiona Serrat. “El problema es que esta polarización nos viene dada continuamente. Es muy difícil que alcancemos esa sociedad si nuestros dirigentes, predicadores y bustos periodísticos, televisivos y radiofónicos siguen promoviendo, a veces con lengua de serpiente, la intolerancia. Si siguen descalificando a aquel que no piensa como él”.


Serrat, en Calella, “entre la playa y el cielo”, como cantaba en el tema que da título al disco.

Serrat, en Calella, “entre la playa y el cielo”, como cantaba en el tema que da título al disco.JORDI SOCÍAS

A sus 78 años, Serrat, que dice tener “conciencia absoluta de lo frágil y efímero” que es hoy y que le gustaría hacer una gira “para despedirse” de los lugares que ha amado, ya no sabe si verá ese país. “Veo todo desde la orilla, viendo cómo mis sueños están a la otra orilla del mar. Yo aquí y mis sueños allá”. Allá, en el horizonte, “entre la playa y el cielo”, como cantó en Mediterráneo, la canción de los viajes en el coche, los veranos eternos, la niñez en la playa, los primeros amores y la vida perfumadita de brea, la canción que siempre pasó de padres a hijos. Cuando se le recuerda el verso al cantor que nació en ese mar, levanta las cejas, extiende una sonrisa alargada y, con energía y alegría contagiosa, se acerca al gran ventanal por el que se divisa Barcelona desde el monte Tibidabo y explica, señalando con el dedo al horizonte: “Aquello que se ve allí es el castillo de Montjuïc. Justo ahí, detrás, donde no se ve, debajo está el cementerio de Montjuïc. Ahí debajo, si lo viéramos desde la otra parte, se vería toda la montaña sembrada de tumbas y nichos. Es como un cementerio de la Almudena en pendiente. Ahí enterramos a mi abuela y a mi padre, cuando yo era un niño. Fue en un nicho familiar. Cuando escribí Mediterráneo pensaba en ese nicho. Desde él se ve la playa y el cielo. ¿Lo ves? No había intención poética. Más bien era una intención muy cruda y muy real”. Y, sin mediar ninguna gravedad, da una palmada en el hombro y, entre risas, suelta: “Pero ahora, como si me pegan fuego. ¡Que procuren no quemarse! Me da igual. ¿Sabes por qué? Porque he aprendido una cosa. Morirse tiene una ventaja: no te enteras”.

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