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Luis Eduardo Aute, el hombre del que nadie habló mal

Cuando el general Narváez, en su lecho de muerte, fue conminado por el cura que le dio confesión a perdonar a sus contrincantes, le respondió: “Muero sin enemigos, padre, los he fusilado a todos...”. Como contrapunto, Luis Eduardo Aute también podría presumir de haber dejado este mundo sin ellos. Pero en su caso porque cuidó esmeradamente a quienes le rodearon y fue querido y respetado por todos. Nadie habló nunca mal de Aute. Tampoco se recuerdan ataques furibundos contra él en vida, ni batallas enconadas, pese a que mantuviera a lo largo de toda su vida una exigencia ética y estética de altura. Allá donde fue sembró generosidad, cercanía y cariño sin esperar nada a cambio. Por el mero y grandioso placer de entregarse. Entre sus rarezas queda la de ser esencial y orgánicamente bueno. Caminaba por la vida con una mezcla de asombro y elegancia. Atado a un cigarro, predispuesto a compartir una copa de vino, un buen guiso y varias canciones, un puñado de poemas y, si se daba, una despedida con dibujo. Mucho tuvieron que ver sus padres en ello. Cuando nació en Manila en 1943 pasó allí una infancia feliz en la que no faltaron alicientes artísticos para conformar una sensibilidad exquisita. Apenas recordaba el eco de las bombas –pero sí el olor del fuego-que dos años después destrozaron una ciudad en manos de los japoneses para caer del lado del general MacArthur. Su padre, don Gumersindo, catalán de ascendencia andaluza, trabajó en la Compañía de Tabacos de Filipinas, aquella que pertenecía a la familia del poeta Jaime Gil de Biedma y donde este trabajó como abogado y administrador. Fue una gran influencia en los gustos de Aute, lo mismo que toda la generación del 50, especialmente José Manuel Caballero Bonald o Ángel González.


El ambiente tranquilo, expansivo y de amistad que mamó de niño lo trasladó después con él al Madrid sombrío y cerrado del franquismo. Allí, un niño ya políglota –hablaba español, catalán, inglés y tagalo– tendría difícil adaptarse a su extraño provincianismo capitalino. Pero se las arregló para no perder su espíritu cosmopolita acrecentado más tarde durante una temporada en París y con el tiempo se lo inculcó a sus tres hijos: Pablo, Laura y Miguel. Los dos últimos fueron asistentes, colaboradores y lugartenientes de su padre en sus iniciativas y empresas artísticas. Los tuvo con Maritchu Rosado, la mujer que le acompañó durante casi 60 años, desde que se conocieron en 1962 hasta la muerte del artista este pasado sábado. Ninguno de ellos se separó de él desde que en 2016 sufriera un infarto que lo apartó de golpe de todo. Pero como quien siembra, recoge, algún alivio compartieron con los dos multitudinarios homenajes que diferentes artistas le hicieron en Madrid y Barcelona para aliviar la carga económica de una casa que dependía casi por entero de su actividad. En ellos se implicaron el escritor Natalio Grueso y Palmira Márquez y Miguel Munárriz, sus amigos y agentes, muy cercanos a él en la última década. No acudió, pero supo y fue consciente de la que le liaron compañeros de generación y herederos de todos los palos, desde el rock, el pop o la canción de autor a la copla y el flamenco. El homenaje musical está hecho. Quedaría también el que le debe el mundo del arte, la poesía o el cine. En las tres disciplinas, Aute destacó precisamente por no abanderar modas ni corrientes. Apenas nada más que su propia singularidad y sus obsesiones: el amor como aleación que difiere muchas veces y otras tantas conjuga con el sexo. La mística, la política, Goya y Buñuel, los tambores de Calanda en copula con Lennon y McCartney, Hollywood con los hijos europeos de hermanos Lumiere, la utopía y el equivalente desengaño equilibrado en la defensa de valores...Temas graves a los que siempre sabía aplicar también un hondo sentido del humor. Tuvo su racha de multitudes en los ochenta. Tocó en estadios atiborrados y en Las Ventas donde tantas veces se había sentado con almohadilla a seguir los pasos de otro de sus ídolos: Antoñete. Conservaba en su casa un capote del maestro desplegado en la pared del salón, como quien comparte un triunfo de bagaje y filosofía de vivir. Entre sus rarezas mantuvo esa atracción fatal que han sostenido durante siglos la vanguardia y la tauromaquia: el camino de lo ignoto, la búsqueda de lo inexplicable. Tendió uno de los grandes puentes de la canción de autor con América. Si Serrat y Sabina dominan principalmente el cono sur, él reinaba en el Caribe, sobre todo como referencia de la nueva trova. Con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, más que la amistad, cultivó la hermandad que se coronó con el primero en aquella gira Mano a mano, de la que hoy es imposible encontrar copia de disco ni en las plataformas. Habrá, quizás, que regenerar el catálogo. Algo que hizo sin parar él en vida con versiones actualizadas de sus canciones: no tienen casi nada que ver las que en los setenta y ochenta perfiló junto a Luis Mendo y Suburbano y después, más allá del 2000, con Tony Carmona, principalmente. No sabríamos elegir cuál de ellas resulta mejor.Despiden siempre un punto, un aire, una personalidad arrebatadora. Fue cronista de su época y trovador de Madrid. Desde su casa de la Fuente del Berro muchas veces salían acordes de sus canciones, risas de sus reuniones –fue un cuartel general de la bohemia extraoficial en plena transición– y silencio cuando agarraba la brocha o el lápiz. Podía encerrarse tres años para pergeñar los más de 5.000 dibujos con los que compuso Un perro llamado dolor, película de culto, homenaje a Goya y Buñuel en varias dimensiones. O para retratar al viejo que miraba al niño robado de la memoria y la fotografía en un muelle de Manila con la misión de preguntarle desde el futuro sobre todo su pasado. Esa conexión que le obsesionaba: ser digno de la inocencia de aquel chiquillo... La respuesta no deja lugar a dudas. En bondad, en talento, en una vida plena y provechosa, superó todas las expectativas. Nunca se escuchó a nadie hablar mal de un tal Luis Eduardo Aute.


Por Jesús Ruíz Mantilla. El País.





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