top of page
Foto del escritorShayra

El joven Joan Manuel Serrat a pie. Por Miguel Ángel Ortega Lucas

Hay ocasiones en que un artista se hace uno con el pálpito popular. Joan Manuel Serrat tomó el camino de su canto, hace medio siglo, al tiempo que dejaba España de cantar la misma siniestra canción.

Terminaba de llover plomo sobre la vieja Europa. Escampaba la ceniza nuclear, tras la tormenta, sobre las islas del sol naciente. Llovía, no había dejado de llover, en silencio, sobre las ruinas españolas, sobre una España que moría y otra España que bostezaba; y un niño de dos años, agarrado a los visillos, desde un balcón veía llover sobre su calle. ¿Qué veía pasar, ese crío, por aquella calle oscura y estrecha de 1945, de 1946? “Apenas había coches –contaba Margarita Rivière–, el basurero tocaba una trompeta, el trapero recogía las sobras de la sobras de las sobras, y al anochecer el farolero pasaba, con un largo palo incandescente, a encender el gas de las mortecinas luces nocturnas. Los borrachos, los artistas y los extravagantes que circulaban fuera de horas resultaban sospechosos”. Más de una vez vería pasar, ese niño, a algún alma errante y sombría, “sospechosa” en aquel entorno y sin embargo remotamente familiar, preguntándose conmovido, quizás, adónde iría ese solitario, a pie. Adónde iría aquel hombre a deshoras, tan fuera de su casa, tan lejos. Joan Manuel Serrat es ese joven forajido cuyo rostro no vemos de la calle del Poeta Cabanyes, en un anochecer azul de invierno; Joan Manuel Serrat es también el niño que mira desde el balcón, atónito, el reflejo seguro de una profecía.



“Yo soy de donde comen mis hijos”, le dijo su madre, muy poco después, cuando, distraído del balcón, el pequeño Juan le preguntó de dónde era ella. Porque había que ser de algún sitio, y su madre no había nacido, como él, en el Poble Sec, su barrio popular de Barcelona, sino en Aragón. Su madre, Ángeles, era de donde comían sus hijos, después de haber dejado su tierra natal, a pie, acompañando de veinteañera a una bandada de niños que huía de los bombardeos de la Guerra Civil; después de casarse con el lampista barcelonés Josep Serrat (exhabitante de un campo de concentración), y de haber perdido a 32 miembros de su familia –treinta y dos– en los caminos y las fosas comunes de su pueblo blanco, Belchite. Es decir, que su madre también había encontrado un lugar al dejar su casa, siguiendo el camino del pueblo hebreo. “En casa llegaron a vivir 14 o 15 personas a la vez, y hablo de 50 metros cuadrados”, contaba Serrat décadas después a Rivière para su libro sobre él. “Se dormía en todas partes. Era cojonudo tener tanta gente alrededor, lo único que hacíamos era reír. ¿De qué reíamos tanto? No lo sé. Es que se ríe el corazón y se tiene salud. Se ríe y basta” (quizás porque la risa también es una forma de rebelión). “Sé que fui muy feliz”.


Su padre cobraba 53 pesetas de sueldo base en la Catalana del Gas. Su madre cosía en casa para redondear la cifra. Eran cuatro hijos: Joan Manuel, su hermano mayor, y dos sobrinas de su madre, huérfanas de guerra. Veinte años después, cuando su ciudad y su país conocieran su calle a través de una canción así llamada en catalán (El meu carrer), una de sus vecinas, la señora Antonia, le reprocharía haberla descrito como estrecha y oscura: “Y sí es estrecha y oscura”, contaba Serrat a Soler Serrano en su legendario programa A fondo, en 1977. “Lo que pasa es que en las estrecheces y las oscuridades uno puede encontrar la suficiente ternura para sentirse bien, y para darse cuenta de que la mayoría de las cosas que a uno le siguen sirviendo las aprendió allí”.

¿Qué miraba, aquel niño, aquel muchacho del balcón; con qué soñaba? Barquitos de papel bajo la lluvia. Niñas en bicicleta por las calles nuevas de abril. Y quizás un nómada, un titiritero, un juglar del camino que era él, yéndose a pie, soñando ya con irse a pie, diciendo adiós a la puerta que se cierra / y no hemos querido cerrar. Soñando con irse a pie, Serrat, cada vez más alto, más adolescente, igual que soñaba España, en esos mismos anocheceres, con huir de sí misma, harta ya de estar harta de la misma canción.

La canción del camino.

Hay raras, milagrosas ocasiones en la historia, en que un artista se hace uno, de manera orgánica, con el pálpito popular. Serrat se presentó, con veintiún años, en el programa que Salvador Escamilla tenía en Radio Barcelona, y que ya servía como disparadero de la llamada nova cançó catalana. Era “enero o febrero del 65”, recordaba el locutor. “El programa era en directo y con público. Tuvo un enorme aplauso. Le propuse venir a cantar tres veces a la semana, cosa que hizo durante dos años. Es alguien realmente tocado por el ala de un ángel, y no es ninguna frase”. Se da en Serrat, desde el principio, una suerte de piedra filosofal en que cristaliza tanto el homenaje a toda una generación silenciada durante décadas como el saludo a otra generación, la suya, la de los hijos del silencio, a la que debía tocar romperlo. La ofrenda, el reconocimiento a sus mayores; pero también, y sobre todo, la despedida juvenil, el partir sin decir adiós, serena la mirada, firme al voz, porque el camino y lo que se adivina más allá de las primeras luces del amanecer no puede esperar, sea lo que sea, pase lo que pase, lleve adonde lleve. El camino, siempre el camino en Serrat, en el primer Serrat, en el Serrat primordial. ¿Cuántas veces se nombra el camino en sus canciones? El muchacho dejó su brillante trayectoria académica como perito agrícola, y luego como biólogo, para convertirse en uno de esos personajes de fortuna que con tanto recelo (miedo, más bien) se habrían mirado siempre desde su calle: ésos que las familias presentaban “al niño proletario como la excepción no deseable”, según observaba Manuel Vázquez Montalbán. “Serrat glorifica” ese arquetipo en su obra. Y él mismo será la encarnación de sus mayores posibilidades.


El camino, el camino polvoriento de la miseria por donde anduvieron todos los marginales, todos los pícaros, todos los pobres de solemnidad, o los quijotes solemnes. El camino de Lázaro de Tormes, que es el mismo camino que debió de tomar don Antonio Machado junto con millares de españoles al exilio, que debió de tomar su madre, Ángeles, exiliada interior. Ese anhelo serratiano por la huida y el camino constituye su rito iniciático de juventud (así: el trovador que cantó para reyes y ahora va de pueblo en pueblo; el titiritero; el amante que fantasea con el día en que se vaya; el amante que debe dejar los montes y venir al mar para el reencuentro), y también el camino doble y simbólico de España: es España hacia el destierro, pero también España buscándose a sí misma. El jovencísimo Serrat observa, siente y asimila la atmósfera con un instinto que le convertirá en el gran cronista popular de las postrimerías de la dictadura: “Introdujo la sentimentalidad cotidiana”, escribía V. Montalbán. Quizás tal término suene muy blandito, pero no se ha hablado lo suficiente de la sutilísima transgresión que suponían algunos temas de Serrat; más transgresores, precisamente, por nada obvios (la canción protesta oficial andaba, según V. M., ocupada en “grandes abstracciones” como “la Verdad, la Libertad, la Humanidad”). Hay una ternura amalgamada con veracidad insobornable, a la hora de llamar a las cosas por su nombre, heredera directa de esa tradición: la mare Lola obligada a hacer muchos números, tener memoria para llegar a fin de mes podría perfectamente comparecer en el mismo Blas de Otero que escribiera sobre Laura (paloma amedrentada, / hija del campo, qué existencia ésta, / dices, con el hijo a cuestas / desde tus veinte años…).


La tieta; la muchacha que se va lejos de casa; la señora de la que uno se disculpa, cortésmente canalla, por fugarse con su hija, son una transgresión, consistente en atreverse a abordar sin complejos esa épica de lo cotidiano nada presente en el consultorio radiofónico de Elena Francis (la verdadera educación sentimental popular de entonces). Si hablar de una tía soltera en la España franquista no era compromiso, ¿qué lo era, entonces? Serrat retrata, y al retratar hace ver, enciende luces, llama la atención sobre lo diariamente olvidado de la intrahistoria. Este muchacho cantaba sobre lo que veía y le emocionaba en las penas y anhelos de la gente de su calle y su camino, quizás dándose cuenta de que también es el camino más corto para resultar universal.


Nacer en el Mediterráneo.

Al joven Serrat se le reclama en 1968 para que represente a España en el festival de Eurovisión, interpretando un tema compuesto por el Dúo Dinámico titulado Lalalá. Y acepta. Pero el 5 de abril aclara en La Vanguardia que había tomado “en conciencia” la decisión de no cantar si no era también en catalán; que no pretende “dar sentido político” a esa decisión porque “nunca he creído que representar a TVE en uno de los idiomas de España constituyese un acto político”. ¿Se arrepintió de haber dicho que sí? Está claro que acudir a Eurovisión en aquella época suponía un impulso único a su carrera, pero, ¿de verdad no tenía sentido político representar a aquella España (o a su televisión: lo mismo era) internacionalmente? ¿Hizo oídos a quienes ya le venían descalificando desde Cataluña, acusándole de “traicionarse” comercialmente? Las críticas arreciaron. A finales de ese año declaraba: “Si yo hubiera calculado todo, no habría renunciado con diez o quince días de anticipación; me hubiera presentado al festival cantando en catalán, o al atacar la orquesta hubiera dicho que me negaba a cantar. Pero no me perece honesto, y artísticamente no me interesa este tipo de promoción”. No le salió gratis. Hubo incluso “autos de fe” con sus discos: en Reus los quemaron una vez, en la calle. Y en algunas emisoras les ponían y quitaban papel celo, para dejarlos inaudibles. Por el otro flanco, “estuve vetado en TVE hasta el 74. Todo esto me animó a irme”.


Así descubrió Latinoamérica, donde el fervor sería mutuo. Pero el problema no iba a acabar tan rápido: “Lo que se revela imposible”, escribía Margarita Rivière, “es que esa naturalidad idiomática serratiana no incomode a los intolerantes de uno y otro lado del Ebro. Y hay unos cuantos que van a encontrar en esto un pretexto más para alimentar un falso problema lingüístico” (un problema, falso o no, que lleva retroalimentando paralelos negocios desde hace décadas).

“¿Tú de dónde eres, mamá?”. “De donde comen mis hijos”. Y tú, Joan Manuel, ¿de dónde eres? Ya nos lo ha respondido mil veces, de mil distintas formas: de su gente, de su canto, pero sobre todo de un camino interminable que se llama vida y que no entiende de fronteras hijas del miedo. La frontera sólo limita; el camino ensancha, infinitamente crece. Por eso no nació siquiera en su calle estrecha y oscura: nació en el Mediterráneo. (Y qué es Mediterráneo, sino una moderna canción del pirata que agita la bandera única del vivir, del vivir hasta las últimas consecuencias en la aventura.) Seguiría su camino, aquel Serrat de veinte años, ensanchándolo en toda la América que le escucha indistintamente en castellano y catalán. México sería su hogar provisorio durante los 11 meses, entre 1975 y 1976, en que no pudo volver a España debido a su repulsa pública de los últimos fusilamientos del franquismo. Nunca sería el mismo tras aquel año de exilio, de desgarro.


Sólo su descomunal trabajo de aquella primera década vale para emparentarle en ascendente cultural con Jacques Brel, con Edith Piaf, con Carlos Gardel, con Bob Dylan. Conviene no olvidarlo, en un país tan frecuentemente ingrato como el nuestro. En un momento tan nuevo pero tan repetido del camino de nuestro país como viene siendo éste.



955 visualizaciones2 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

2 Comments


gabrielmaringer
Oct 28, 2022

Una profunda reflexión me ha provocado este relato. Felicito a su autor y comparto plenamente el pensamiento del señor Serrat. Su historia es la de muchos que amamos el libre pensamiento y que hacemos camino al "andar".

Like
Shayra
Shayra
Oct 29, 2022
Replying to

Muchas gracias por tu comentario y por leer. Un abrazo serratiano.

Like
bottom of page