A unos días de que Joan Manuel Serrat empiece su gira de despedida en el Beacon Theatre de Nueva York, el cantante y compositor de Manel expone su vivencia e interpretación de una obra canónica a través de la cual se descubrió la libertad en Cataluña, España y América Latina.
El verano del 2014, alquilé un piso en una calle con nombre de poeta. Recién instalado, investigaba el barrio y un vecino me habló, ya que yo también cantaba, de la casa de Serrat. Estábamos lejos de la estación de metro del Poble Sec donde, sin haberle dado muchas vueltas, todavía lo ubicaba. Desde mi nuevo balcón veía la Torre de Calatrava; mientras abría cajas, fue fácil hacer volar la imaginación mitómana Montjuïc abajo, planear entre azoteas de colada hinchada por el viento y balcones con geranios rojos y plantarme enfrente de la portería de la calle del Poeta Cabanyes: es una mañana de invierno de 1965, un chaval que dice que de mayor será ingeniero agrónomo baja hacia el Paral·lel con la guitarra española en la espalda, está yendo a Radio Barcelona a debutar… ¡Pero de la anécdota iniciática con Salvador Escamilla hacía ya cincuenta años y ahora quien vivía en una calle con nombre de poeta era yo! Me acerqué a la casa que me habían indicado, cayó un selfi medio irónico y convertí la coordenada en una meta habitual para pasear. Ir a la casa del Nano como quien anda hasta el espigón del extremo de la playa, o hasta la estatua ecuestre del final del paseo y vuelve.
Empecé a escucharlo de adolescente, cuando era seis o siete años más joven de lo que es él en las primeras grabaciones. Había encontrado 24 páginas inolvidables, una antología de la obra castellana del 68 al 74, y material desordenado en catalán. Básicamente escuchaba sus abrumadores primeros diez años de carrera. Si obviaba las fechas, me interpelaba como un artista coetáneo: ¿qué es Ella em deixa, la primera canción que escribió, sino una pastillita de pop adolescente sobre el descubrimiento de la voluntad del otro? ¿Qué es Paraules d’amor sino un hurgar atemporal en la herida que, dicen, deja el primer amor cuando se acaba?... Pero también tenía la sensación de estar en medio de un cráter humeante, en el antiguo epicentro de la explosión de aquel artista. El estallido debió ser despampanante, algunas canciones llevaban décadas suspendidas en el aire, ya formaban parte del medio. Un barcelonés que las escuchaba en walkman el año 95 de camino hacia el instituto, advertía fácilmente en ellas un doble fondo, un portal hacia un pasado vaporoso, quizá la juventud de los padres. La sugestión se amplificaba con el gusto por el léxico en desuso, el “cobretaula carregat de randes”, el “bies de tu enagua”, el “fotent-me un perfumat”, las “gentes de cien mil raleas”... Pero ¿cómo se ganó tanto mi confianza, aquella voz?
En casa no sonaba continuamente, o no más que muchas otras, ¿cuál era el truco? La cosa me intriga, no por original, sino al contrario: me pasaba a mí como le ha pasado a millones de personas. ¿Qué hay escondido dentro de aquellas grabaciones?
Canta un chico nacido en la Barcelona derrotada, pero que ha pasado los años más duros de la posguerra parapetado por la propia infancia y los sacrificios familiares. Lo explica él mismo en Cançó de bressol, pequeña y enorme, que destila sus años cuarenta ya solo en la estructura: el tono mayor para el estribillo, que recupera el canto de la madre nacida en Belchite, en castellano; el salto repentino a menor, para las estrofas del hijo, en catalán. Y la palabra mallerengues de colofón de una melodía ascendente que me estremece de placer cada vez que la escucho... Gracias al escudo maternal ha podido desarrollar una mirada romántica y se puede permitir el lujo de la nostalgia —por aquí creo que enganchaba mi yo adolescente—. Ha escuchado mucha radio, coplas, zarzuelas, tangos y la chanson. De la coctelera van saliendo canciones de un joven de familia menestral con un gran instinto melódico. Son recortes de cosas vistas y episodios de su vida sentimental, pero aparece otro impulso subterráneo y la combinación es poderosa: conecta con la memoria del franquismo, pero transmite a la vez que este mundo gris no será el suyo, que él y su generación avanzan.
El Serrat cronista de los primeros años escribirá El drapaire, Els vells amants o La Carmeta. Supongo que también La Tieta, que merece una línea aparte por la obra maestra del retrato que es, por el futuro demoledor —”La despertarà el vent...”— y la belleza contenida. En Ara que tinc vint anys o Me’n vaig a peu se evidencia el Serrat que se dirige hacia un lugar mejor. El nómada que se deshace de vínculos lo seducía, vuelve a utilizarlo en Com ho fa el vent y en Vagabundear, por ejemplo, y lo relaciono inevitablemente con Don’t Think Twice, It’s All Right, de Dylan. Contiene un egoísmo saludable de juventud, cuando el gallo cante me habré marchado, no hace falta que montemos un drama... Pero todavía entró en juego una tercera sensibilidad, la del bardo que se inspira en la naturaleza, quizá el arrebato ruralista del barcelonés cuando sale a pastar. En el estribillo de Sota un cirerer florit había comenzado a asomarse —“murmuri d’abelles que m’adormí”— pero se consolida en Cançó de matinada, del 67, su primer gran éxito comercial. De la acepción marinera de esta voz saldrá primero La mort de l’avi, pero más adelante también Bon dia o Mediterráneo, claro.
El personaje acabó de perfilarse en 1968, con el plante de Eurovisión y arrancando el esparadrapo del castellano con El Titiritero y Poema de amor. Las fechas de publicación de esta época son un lodazal, muchas canciones son singles que después forman parte de discos, pero entiendo que el año 1969 justificaría una carrera: al principio de enero salen, entre otras, Com ho fa el vent y De mica en mica, en abril, el disco La Paloma, con Tu nombre me sabe a yerba y Poco antes de que den las diez —”y bajarás los peldaños de dos en dos, de tres en tres” me parece una gran imagen de la primera juventud, cuando ya somos bestias sexuadas pero todavía bajamos escaleras dando saltitos, como los niños—, en mayo los poemas de Machado, en octubre Penélope....
¿Fue doloroso consolidar la apuesta bilingüe?
El decimotercer jutge (Els Setze Jutges fue un colectivo pionero de cantautores de la Nova Cançó), hoy lo sabemos, estaba llamado a ser una estrella en América Latina, pero tenía que abrir un camino y demostrar que podía dar el salto manteniendo el éxito comercial. Era un terreno inexplorado que quizá solo ha vuelto a pisar, a su manera, Albert Pla. Me imagino sentimientos de pertenencia dinamitados, antiguos colegas que no se reconocían y heridas abiertas con un sector del público de la Nova Cançó... En fin, las escaramuzas generacionales son la salsa de la vida, pero tienen poca trascendencia cuando hablamos del legado de los artistas que las protagonizaron. Y, en principio, Banda sonora d’un temps, d’un país, de 1996, fue la escenificación de un tratado de paz y lo protagonizó un Serrat ya convertido en tótem. Permitirlo fue muy generoso por parte del resto, por cierto. Explico una batallita que saco del libro Serrat y su época de Margarita Rivière porque me hace reír: en diciembre de 1970 trescientos intelectuales y artistas se encerraron en Montserrat para pedir la amnistía de los miembros de ETA juzgados en el Proceso de Burgos. El Nano estuvo allí. “Pi de la Serra no me hablaba y coincidimos en el váter”. Cuánta tensión, por favor.
Pero debía ser bueno abstrayéndose del entorno. Ya con el nuevo rol de estrella pop protagoniza películas, interesa a la prensa del corazón y continúa con el ritmo de publicación voraz. Solo en 1970 sacó Mi Niñez y Serrat/4. En el 71 llega Mediterráneo, en el 72 los poemas de Miguel Hernández, en el 73 Per al meu amic, en el 74 Canción Infantil... ¿Cómo lo hacía? Claro que surfeaba una ola de inspiración y trabajaba mucho, pero solo unas determinadas condiciones de producción pueden explicar la cantidad de grabaciones y, de rebote, un sonido tan alejado de la guitarra clásica de Els Setze Jutges.
Era la época de los maestros, los arreglistas musicales en la sombra: de la colaboración de estos músicos de conservatorio y los cantautores sale el sonido de aquel contexto, de aquella industria. Son los Francesc Burrull, Antoni Ros-Marbà, Juan Carlos Calderón, Josep Maria Bardagí, Josep Mas Kitflus y, en especial, Ricard Miralles, tan decisivos para entender el cancionero del que hablamos. Las orquestas que asociamos al sonido Serrat de los 70, los arpegios barrocos, las cuerdas y los vientos que se elevan hasta cimas bigger than life me fascinan y me intrigan. Intento ponerme en la piel del joven Joan Manuel y lo imagino talentosísimo, sin embargo, en el fondo, inexperto. Con una buena melena y vaqueros acampanados se pasea un poco perdido por un bosque de partituras, cuerdas, viento metal y viento madera.
Tengo muchas preguntas.
La colaboración entre músicos, si funciona y es generosa, acaba dejando una sensación postcoital, un no saber exactamente quién ha hecho qué. ¿Era el caso? ¿Sentía que controlaba el producto final? ¿Estaba allí siempre, durante la grabación de la orquesta?
¿Cómo surgió la idea del diálogo entre guitarra eléctrica y bajo al inicio de Cantares? ¿Y la pandereta y el clavicordio -¿es un clavicordio?- de Tu nombre me sabe a yerba? ¿Y los coros etéreos en La primera o Helena? Después está el despliegue de trucos armónicos: vayamos a 20 de març, la apertura triunfal del Serrat/4, obviemos la fiesta de campanas, fagots y oboes. La primera parte de la estrofa está sobre Do mayor y es precioso como rápidamente modula a Fa pasando por Si bemol, el séptimo grado menor de la tonalidad; después vuelve a Do en la línea que sirve de estribillo, “i a la bandolera —¡qué gustazo la palabra bandolera!— em duia la primavera el 20 de març”.
Vayamos a La mujer que yo quiero o Lucía, que empiezan con la misma secuencia armónica: del primer grado menor van hacia un segundo semidisminuido que les da mucho carácter y determina su personalidad, pero no me extrañaría que hubieran sido concebidas con la guitarra yendo al cuarto menor, mucho más básico... Todo esto no es física cuántica, para un músico con formación es el pan de cada día pero, en nombre de los compositores que se acercan a la música desde el instinto, habiendo estudiado antes cualquier tontería de Letras, hay elementos difíciles de utilizar con naturalidad. Y aquel Serrat lo hacía constantemente.
Manuel Vázquez Montalbán publicó un artículo sobre el hombre en 1973. Escribe desde una perspectiva que hoy es saludablemente desmitificadora: habla de un chico más joven que él, analiza su gran talento, claro que lo hace, pero, por ejemplo, dice que al chaval se le ve un poco inseguro con el castellano, que en Edurne y en Muchacha Típica “algunas rimas no le entran [...] como suele suceder a los mejores tenistas con su saque”. Y subraya Conillet de vellut como una cima. Lo era en el año 73 y cincuenta años después me lo sigue pareciendo. Encontró un tono ligero, canta el Juanito triunfador, que ha salido del barrio y se ha liado con una modelo. Es frívola, orgullosamente trivial y el name dropping es exquisito: Snoopy, Pomés, Richard Avedon... Siempre me ha sorprendido el conejillo poregós del final, es un adjetivo forzado. Si el teléfono acabara en 1, podría rimarlo con el conejillo de vellut, como ha hecho durante toda la canción, pero el teléfono acaba en 2 y se tiene que comer el poregós. ¡Eso es estar comprometido con la verdad!
Con respecto al castellano, me habría gustado saber qué pensaba Vázquez Montalbán de Romance de Curro “El Palmo”, que debió salir meses después del artículo. Después de la introducción de paso de Semana Santa -que ha encontrado una hermana en Demasiadas Mujeres de C. Tangana-, dice así: “La vida y la muerte / bordada en la boca / tenía Merceditas / la del guardarropa”. La tristeza traspasará los muros del tablao donde se sitúa la acción; es la canción de los artistas de posguerra, emana el olor rancio que desprende la ilusión cuando se pudre.
Una carrera de prácticamente seis décadas es un privilegio, casi un milagro. En una entrevista del año 93, Iñaki Gabilondo le hizo la pregunta imposible de responder, aquello de con qué canción te quedarías. La respuesta es sintomática de un nervio interno: “elegiría las tres que más dinero han dado y me han permitido escribir las doscientas siguientes”. Porque después de la explosión, después de canalizar como un médium la sensibilidad de una época, vino la carrera. Personalmente, a partir de ...Para piel de manzana, de 1975, siento que me desvinculo, el placer se me hace más esporádico. A ver, Si jo fos pescador, del disco con poemas de Salvat Papasseit, de 1977, me hace feliz; incluiría en cualquier antología Qué bonito es Badalona, de 1978, y Esos locos bajitos y Hoy puede ser un gran día, de 1981; el aforismo estoico con que acabó Sinceramente tuyo del 83 —”Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”— me acompaña como un mantra; Plany al mar, tan sencilla, me parece de sus mejores canciones y la publicó el año 84, y Kubala es una pirueta imposible del 89, de la que nadie más saldría, ya no ileso, sino triunfante.
Pero me pregunto a menudo por el distanciamiento. Quizá Serrat ha sido un autor vocacionalmente generacional y alguien nacido a principios de los 80 lo puede acompañar un rato, pero no todo el camino. Quizá, más simple, los discos publicados después del 75 no los escuché cuando era una esponja adolescente. Diría que la energía melódica y de los arreglos se difumina, pero quizá él se hartó de pulsar unas teclas determinadas y ya no perseguía canciones que saltaran a la yugular, como mínimo a mi yugular. O quizá he podido proyectarme mejor, de momento, en el coming of age de un chaval en el estertor del franquismo que en las impresiones de un señor de la edad de los que han tomado el poder en las primeras décadas de la democracia -que, encima, para alguien con una escritura tan ligada al presente, me parece un contexto mucho más escurridizo-. La dimensión latinoamericana de la segunda vida del personaje, de tan enorme que es y tan alejada del mundo que conozco, solo puedo observarla con ojos abiertos de par en par, comprenderla teóricamente y aplaudirla, pero no se me mete en la cocina de casa sin pedir permiso como su etapa anterior.
El próximo miércoles Joan Manuel Serrat empieza en Nueva York una gira de despedida que vendrá con emociones fuertes, alegrías que serán tristezas y tristezas que serán alegrías, como las que a él le ha gustado capturar. No haría falta, pero digámoslo: saldrá del camerino del Beacon Theatre, se arreglará la americana y subirá al escenario para desplegar un cancionero que es una escuela indispensable para muchos compositores que hemos venido después, una pared maestra, tanto de una tradición escasa como la catalana, como de la castellana, tan robusta ella. Este no es un oficio que se adquiera trabajando un tiempo en el taller de un maestro artesano, durmiendo discretamente sobre un tablón de madera en la trastienda. Se aprende conversando con las canciones que te gustan. No nos conocemos, pero yo he charlado mucho con Serrat. Admirándole los aciertos, pero también cuestionándole decisiones, riendo porque tuvo mucha cara aquí, o cabreándome porque fue perezoso allí... Que bien que, con casi ochenta años, pueda ir cantando por medio mundo, despidiéndose de miles de ciudadanos que le agradecerán los servicios prestados. ¡Qué buena jubilación, con esta cantidad de trabajo a sus espaldas! Y cuando se apaguen las luces y todo el mundo se vaya a casa, porque, como pasa en Fiesta, al final todos nos marchamos a casa, él podrá volver a la suya sabiendo que esta gran obra que ha compuesto afortunadamente seguirá aquí, por si alguien está interesado. Para disfrutarla, sí, pero también para mirarla del derecho y del revés, para estrujarla, para sobreanalizarla; ¡para aprender, vaya!
Fuente: El País. Por Guillem Gisbert, cantante del grupo Manel.
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