Le hubiera venido bien a este artículo el novelesco título de “El Retorno de Culina” porque, ya verás, de ser una palabra desdeñada en el incipiente castellano, como si fuera un cuento de hadas, al paso de los años volvería convertida en una palabra de élite. Pónganse cómodos y pasemos a conocer la historia.
Hubo una vez, en los tiempos en que el latín aún no era lengua muerta, dos palabras hermanas que los latinos usaron para nombrar a ese lugar donde se preparaban los alimentos. Eran “culina” y “coquina”. Fueron hijas del verbo “coquere” que significaba ‘cocer, cocinar, madurar por el calor del fuego’. Ambas eran usadas sin distinción y todo era felicidad para ellas.
Entre la miríada de palabras latinas que acompañaron a las huestes romanas, “culina” y “coquina” llegaron a la península ibérica. Soñaban (suponiendo que las palabras sueñan) con evolucionar y ser parte del naciente castellano. Bueno, esto lo digo porque si yo fuera palabra esa sería mi aspiración.
No le ayudó mucho a “culina” tener un nombre tan feo, porque los antiguos habitantes de la Hispania la despreciaron y pronto la olvidaron. Ni chance le dieron de aparecer en los primeros diccionarios castellanos. Apenas y le alcanzó para ser mencionada por rancios autores que empezaban a documentar el romance aún en ciernes.
En Universal Vocabulario en Latín y en Romance, que Alfonso de Palencia escribió en 1490, se cuenta que “coquo o coco” era el maestro cocinero y ahí menciona a “coquina” y de pasadita, por no dejar, recuerda a “culina”. Este es el texto con la ortografía original : “Coquo. o segund otros dizen coco. faze en el preterito coxi. dende coquina dicha do se guissa de comer. Llámase tambien culina. & dizese del coco que es el maestro de cozinar. Et coquina es el logar para ello adaptado”.
Con “culina” fuera de combate, “coquina” se convirtió en “cocina” y ganó la titularidad para nombrar al lugar donde se cocinaba. Con el paso de los siglos, el recuerdo de “culina” en castellano se fue diluyendo hasta prácticamente desaparecer.
No le fue tan mal a “culina” en otras lenguas romances; porque, para referirse a cuestiones gastronómicas, con menos prejuicios en Italia subsistió la voz “culinarie” y en Francia “culinaire” –aunque parezca albur–. Pasaron años y pasaron siglos, cocinar se fue convirtiendo en todo un arte. Nació así “art culinaire” en francés y, para no quedarse atrás, los italianos hablaron pomposamente del “arti culinarie”.
Empezaba el Siglo XIX cuando a España llegaron noticias del arte que ya era cocinar. Para no inventar palabras nuevas, los españoles estiraron la oreja hasta Francia y empezaron a hablar del “arte culinario”. En el diccionario de la Real Academia Española, la palabra apareció hasta la edición de 1884. Pero, en Cartas de 1820, que escribió Fernández de Moratín, ya se hace mención de esta frase:
“A mí me sirven mi chocolate por la mañana con su pan tostado y agua fresca, y a las dos o poco más una comida, que sólo tiene el defecto de ser excesivamente abundante para mí, y estoy tratando de reducirla a la mitad, y rebajar el pagamento diario; en quanto a la calidad de ella, nada hay que decir, porque es de lo más delicado en materia culinaria”.
Así fue que la vieja “culina” pudo volver al castellano. Ahora, vestida de elegancia y arte, para envidia de “coquina”, a la que, para nombrar al arte de darle gusto al gusto, no le valieron los derechos de antigüedad. Por eso digo que a este artículo le hubiera venido bien el novelesco título de “El Retorno de Culina”.
Por Arturo Ortega Morán. El Horizonte.
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