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Actualizado: 5 abr 2023

A primeros de los años 60 aterrizó en Madrid un joven argentino llamado Alberto Cortez, que popularizó en sus primera etapa en nuestro país una canción que sonaría a menudo en las emisoras de radio: "Las palmeras".



Al compás de su ritmo parejas enamoradas entrelazaban sus brazos. En esa línea romántica, el cantautor estrenó a lo largo de su vida un abultado repertorio en el que no sólo brilló con melodías sentimentales, entre las que sólo citaré unas pocas: "En un rincón del alma", "Cuando un amigo se va", "Te llegará una rosa", "Distancia"… También hubo otras surgidas de su variada inspiración, la festivalera "Me lo dijo Pérez", por ejemplo. O el muy rítmico "Sucu-sucu", que daba nombre a un baile. Como asimismo puso música a poetas clásicos, el primero en esa linea, antes que Serrat, en servirse de unos versos de Antonio Machado, y quien de otros autores, hizo versiones excelentes como "No soy de aquí", del infortunado Facundo Cabral, y "Gracias a la vida", de la gran Violeta Parra. En fin: una biografía completa de un hombre al que le cuadraba lo de ser "el poeta de la música".





Y sin embargo, a partir de los pasados años 80 recuerdo perfectamente cómo su casa española de discos, a la que llegó gracias a su compatriota Waldo de los Ríos, le dio la espalda, como si fuera un don nadie, en la época que les era más comercial editar grabaciones de chicos guapos y música discotequera. Lo arrinconaron a él y a Mari Trini.


Los escuché a ambos quejarse de la falta de sensibilidad de algunos directivos discográficos. No obstante, Alberto Cortez continuó su carrera porque aunque sus actuaciones cara al público ya eran menos cuando se inició el presente nuevo siglo, él continuaba gozando del favor popular en prácticamente toda Hispanoamérica. De eso vivía, y de los beneficios de sus discos, algunos de los cuáles ya tuvo que producírselos él mismo. Prueba de que Alberto Cortez seguía interesando a sus admiradores del otro lado del Atlántico es que esta misma semana tenía contratadas unas actuaciones en Puerto Rico. Pero se le adelantó la Parca y hubo de suspender ese viaje tras ser hospitalizado en la tercera semana del pasado marzo.

Hay un episodio extraño en la vida de Alberto Cortez de sus primeros tiempos en Madrid. Porque mediados los años 60 en las paredes de algunas calles madrileñas se anunciaba otro cantante llamado como él. Este otro Alberto Cortez era peruano, y decía ser "el auténtico". O sea que José Alberto García Gallo, nacido en Rancul, Argentina, en 1940, con el sobrenombre de Alberto Cortez, al decir de aquel, era "el falso". Ignoramos cómo se resolvió el asunto. Parece que el de Perú llevaba más tiempo en activo. Imagino que mediaría algún acuerdo, tal vez de tipo económico, y el que decía ser "el auténtico" se fue de España, continuó su carrera pero aquí, del único que supimos en adelante hasta nuestros días fue el admirado cantante que nos acaba de dejar.


Ritmos de su tierra e inolvidables boleros


Pampero argentino, lo mismo cantó ritmos de su tierra, que inolvidables boleros. Por encima de todo, en él primaba la palabra, el verso, la historia reflejada en letras que él mimaba. Para nada vulgar. Cantaba desde niño, subido al mostrador del bar que regentaba su padre, por donde deambulaban muchos payadores. Ya veinteañero se embarcó con una compañía de variedades, rumbo a Europa. El empresario dejó colgados a toda la troupe y cada cuál hubo de salvar la situación como pudo, sin dinero. Estaban en Bélgica. Alberto Cortez se las compuso para firmar algunos contratos en salas de fiesta y hasta grabó un disco. Y además, se enamoró. De una rubia belga llamada René Govaerts, su compañera definitiva, su amor eterno. Se casaron en 1966. No tuvieron hijos. Pero, tan enamorado estaba de ella, que Alberto le enviaba, cada vez que estaba fuera del hogar, diariamente una rosa. Del mismo modo que ella fue la destinataria, aunque no la nombrara, de una de sus más bonitas creaciones, la ya citada al principio "Te llegará una rosa".

Hombre hogareño al que era difícil verlo en acontecimientos mundanos. Prefería, como hacen tantos argentinos, citarse con sus amigos en su espléndida vivienda de Aravaca, en las afueras de Madrid. Preparaba un churrasco. Encendía la lumbre y a su alrededor iniciaba una interminable tertulia, deleitando a sus invitados con las mejores botellas de vino que conservaba en el sótano de la casa. Paseaba con sus perros. Amaba la naturaleza. Era un hombre sencillo que leía a menudo, sobre todo libros de versos, que le inspiraban. Nunca fue protagonista de escándalo alguno. Sí que alarmó un día a sus seguidores cuando hubo repentinamente que ser operado del corazón. Pero siguió con su vitalidad de siempre con aquellos a los que quería, aunque ya últimamente, como decíamos, se le veía poco, apenas actuaba en nuestro país, no lo reclamaban de la televisión y diríase que aquí pareciera que estaba condenado al silencio. Pero, no. Componía desde antaño al piano siempre y con la guitarra. Aunque, consecuencia de un accidente, ya estuviera privado de pulsar las cuerdas de su instrumento más cercano. Pero su voz, sonaba fuera de nuestras fronteras. ¿Por qué aquí no parecía interesar ya a nadie?


Un maestro, un ser especial, gran y culto artista que solía decir: "El mundo de la poesía y las canciones es infinito". En ese mar eterno del más allá es donde acaba de irse.


Por Manuel Román.

Libertad Digital

5 de abril, 2005


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Joaquín Sabina que "el mes de abril le ha robado a Luis Eduardo Aute", dice:

"Era gran amigo y, además, un tipo estupendo; era el tipo más artista, desde el último pelo hasta la uña del pie, que he conocido. Estaba las 24 horas al día creando, era un artista químicamente puro y un amigo muy generoso".



"Pongamos que hablo de Joaquín", una canción que escribió Aute a Joaquín y la cual introduce de esta manera en el concierto "Viceversa", en el 1986.

"Aquí hay una canción que he escrito a un amigo común; amigo de Joaquín y amigo mío; un amigo que creo que queremos mucho los dos. Es bastante pirata, bastante gamberro y bastante poeta. Yo creo que yo le quiero más a ese amigo, que Joaquín a ese amigo. A ver si estamos de acuerdo... Hace dos horas que escribí esta canción".




Y también comparto este traje a la medida que escribió el poeta jienense como respuesta al filipino en el disco homenaje del año 2000, "¡Qué canalla eres, Aute!".





"¿Quién es Caín? ¿Quién es Abel?"


Gourmet de musas y caireles

en su paleta de marfil

moja anacrusas y pinceles

en tinta roja de carmín

Su caramelo de tristeza

no es mal anzuelo para un pez

en el reloj de la belleza

vuelven a dar las cuatro y diez

De escuela mística y pagana

Canta acuarelas de Dalí

pinta novelas dylanianas

¿Quién es Abel, quién es Caín?

Menudo punto filipino

que va desnudo en ascensor

lámpara autista de Aladino,

copa de vino embriagador.

Nobleza obliga cuando hablo

de cuates empezar por él,

que te lo digan Silvio y Pablo,

dios y el diablo Juan Manuel.

Si chamulláramos lunfardo

los trovadores de Madrid

sin mi compadre Luis Eduardo

yo no pasaba por aquí.



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No hace mucho me invitaron a realizar una entrevista sobre mi vida durante la cual hablamos de muchas cosas y al final quedó pendiente el explicar cómo y por qué nació la canción ‘Cuando un amigo se va’. Próximos a cerrar la edición me pidieron que explicara el origen de esa canción que es un hito en mi vida. Como es una pregunta muy frecuente en la entrevista habitual, me ha parecido oportuno relatar el por qué, cómo y cuándo nació este tema. Aquí sigue el relato.


Yo tuve un gran amigo durante mi infancia y gran parte de mi adolescencia y ese amigo fue mi padre. Digo amigo porque desde cuando yo era un niño me hizo sentir que más que padre era mi amigo, lo cual me enseñó desde muy temprana edad a identificar y asimilar lo que significa la palabra amistad, palabra que desde entonces ha sido un parámetro fundamental de mis sentimientos y principios. Como decía José Hernández en su Martín Fierro ‘un padre que da consejos, más que un padre es un amigo’. Él compartía sus cosas conmigo, desde lo más trivial a lo más trascendente. Me convirtió desde cuando tuve uso de razón en su confidente.



Siempre fui un chico de tamaño un tanto irregular para mi edad y eso me hacía parecer como un adulto ante los ojos de todo el mundo. Este tipo de circunstancia me convertía en un niño ‘diferente’ a mis amiguitos y compañeros de juegos. Muchas veces los adultos, por ese irregular tamaño físico, me tomaban para la chacota, imaginando que yo ya era protagonista de prematuras aventuras amorosas que por mi edad eran totalmente impensables, especialmente cuando esas suposiciones llevaban a pensar que ya había entrado en el nebuloso tiempo del descubrimiento de las primeras motivaciones sexuales, que como bien se sabe en los niños suele transitar casi siempre por los senderos del onanismo. Gabriel García Márquez define en clave de humor ese específico asunto. Dice el gran escritor colombiano que es el tiempo en que uno se vuelve “experto en manualidades”. Mi padre exigía respeto para mí cuando sospechaba algún comentario jocoso sobre el tema.


En los pueblos como Rancul existían muy pocas posibilidades de diversión. El ocio tiene mucho que ver con el hastío, pues generalmente no pasa de la reunión cotidiana tras el almuerzo o cena, a la hora del café en los pocos bares del pueblo con partida de naipes segura, o de algún que otro baile esporádico que culminaba alguna celebración trascendente. Una de esas escasas diversiones era salir al campo de caza. Mi padre era muy aficionado a ella y con un grupo de amigos formaba parte de una especie de cofradía bastante hermética y selectiva de cazadores que derivó finalmente en la creación de un club de caza del que mi padre fue su primer presidente.





Con sus cofrades salía a cazar casi todos los fines de semana y a mí, ya desde niño, me invitaba a ir con ellos. Con las piezas capturadas en aquellas cacerías la magia de mi madre llenaba de regocijo la mesa familiar. Con las perdices, martinetas copetonas y de alas coloradas que coronaban la cacería, ella sola con paciencia y sapiencia desplumaba las piezas y preparaba manjares con maestría suprema. A veces las partidas de caza eran nocturnas y salía a cazar vizcachas, una especie única y propia de mi país. La vizcacha es un roedor de campo que cava como guarida extensos laberintos subterráneos, lo que las convierte en una auténtica plaga en los campos de labranza argentinos, pues subterráneamente los arruinan. Resulta muy difícil cultivar predios con vizcacheras, pues las máquinas agrícolas suelen hundirse en ellas provocando no pocos accidentes. Pese a su aspecto de rata enorme, del tamaño aproximado de un castor, la vizcacha se cubre de un cuero muy apreciado en peletería y se alimenta solamente de hierbas frescas, por lo que tiene, en consecuencia, una carne tan blanca como de pescado, carne que se torna apetitosa cuando la alquimia popular la convierte en delicias para el paladar más exigente.


Como esos manjares eran la admiración de los amigos, Doña Ana, que poseía un gran y solidario sentido de la convivencia, cuando la caza era abundante se obligaba a preparaciones extras que repartía generosa en suculentos y repletos frascos de escabeche iluminando las mesas de vecinos y amigos. Cuando cumplí mis primeros doce años, mi padre me regaló mi primera escopeta, un rifle calibre 14, y con él casi un reconocimiento de adulto que aún no era, pero que mi tamaño físico así lo parecía, tanto que a la siguiente salida nadie del grupo se sorprendió de verme con aquella arma en mis manos y sólo se limitaron a festejar mi alegría. Ahora en la distancia que marca el tiempo, pienso en ello y creo que mi padre conjuró esa familiaridad con los amigos, para quitarle importancia al asunto y otorgarme patente de adulto sin que yo lo notara y me sintiera bien, y a partir de ese día fui uno más pateando pampa en aquellas inolvidables partidas de caza. La caza se convirtió en mi pasión hasta bien entrada mi adolescencia.


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Cuando empecé a comprender y sentir el verdadero valor de la vida, mis pasiones se fueron enfriando y abandoné completamente aquellas prácticas. Quizás mi ingreso en el colegio secundario, que provocó mis primeras ausencias del pueblo y acaso un poema de Armando Tejada Gómez llamado ‘Torcaza’ que sacudió severamente mis interiores, fuesen los responsables del alejamiento de la vera de mi padre. Ese poema después se convirtió en canción con música de Cacho Ritro que yo tuve el placer de grabar muchos años después de estos aconteceres. El poema dice en una de sus partes: ‘Quien puede matar un ave, a un hombre puede matar; el hombre caerá llorando, el ave no llorará’. Evidentemente era aquella una visión poética más onírica que real, pues tanto mi padre como los cofrades éramos absolutamente incapaces de agredir y menos de matar a nadie. En fin, cosas de mi infancia y parte de mi adolescencia.


En Madrid, muchos años después, actuaba yo en el centro nocturno del Hotel Castellana Hilton y un momento antes de salir a escena un botones del hotel me entregó el telegrama donde mi madre me anunciaba el deceso de mi padre, el mejor y más amado de los amigos que jamás he tenido. Salí a cantar sin saber lo que cantaba. Cachetazo feroz del destino y a trancas y barrancas, sangrante mi corazón terminé aquel recital y sin recibir a nadie gané la calle y caminé hasta que la luz del alba me devolvió a la realidad, y en aquel amargo amanecer brotaron las primeras palabras de la canción. Nunca como aquella noche sentí un espacio tan vacío por la irreparable partida de mi padre y mi mejor amigo.


Cuando un amigo se va.

-Alberto Cortez-

25 de mayo, 2005


Fuente desconocida.

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