No hace mucho me invitaron a realizar una entrevista sobre mi vida durante la cual hablamos de muchas cosas y al final quedó pendiente el explicar cómo y por qué nació la canción ‘Cuando un amigo se va’. Próximos a cerrar la edición me pidieron que explicara el origen de esa canción que es un hito en mi vida. Como es una pregunta muy frecuente en la entrevista habitual, me ha parecido oportuno relatar el por qué, cómo y cuándo nació este tema. Aquí sigue el relato.
Yo tuve un gran amigo durante mi infancia y gran parte de mi adolescencia y ese amigo fue mi padre. Digo amigo porque desde cuando yo era un niño me hizo sentir que más que padre era mi amigo, lo cual me enseñó desde muy temprana edad a identificar y asimilar lo que significa la palabra amistad, palabra que desde entonces ha sido un parámetro fundamental de mis sentimientos y principios. Como decía José Hernández en su Martín Fierro ‘un padre que da consejos, más que un padre es un amigo’. Él compartía sus cosas conmigo, desde lo más trivial a lo más trascendente. Me convirtió desde cuando tuve uso de razón en su confidente.
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Siempre fui un chico de tamaño un tanto irregular para mi edad y eso me hacía parecer como un adulto ante los ojos de todo el mundo. Este tipo de circunstancia me convertía en un niño ‘diferente’ a mis amiguitos y compañeros de juegos. Muchas veces los adultos, por ese irregular tamaño físico, me tomaban para la chacota, imaginando que yo ya era protagonista de prematuras aventuras amorosas que por mi edad eran totalmente impensables, especialmente cuando esas suposiciones llevaban a pensar que ya había entrado en el nebuloso tiempo del descubrimiento de las primeras motivaciones sexuales, que como bien se sabe en los niños suele transitar casi siempre por los senderos del onanismo. Gabriel García Márquez define en clave de humor ese específico asunto. Dice el gran escritor colombiano que es el tiempo en que uno se vuelve “experto en manualidades”. Mi padre exigía respeto para mí cuando sospechaba algún comentario jocoso sobre el tema.
En los pueblos como Rancul existían muy pocas posibilidades de diversión. El ocio tiene mucho que ver con el hastío, pues generalmente no pasa de la reunión cotidiana tras el almuerzo o cena, a la hora del café en los pocos bares del pueblo con partida de naipes segura, o de algún que otro baile esporádico que culminaba alguna celebración trascendente. Una de esas escasas diversiones era salir al campo de caza. Mi padre era muy aficionado a ella y con un grupo de amigos formaba parte de una especie de cofradía bastante hermética y selectiva de cazadores que derivó finalmente en la creación de un club de caza del que mi padre fue su primer presidente.
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Con sus cofrades salía a cazar casi todos los fines de semana y a mí, ya desde niño, me invitaba a ir con ellos. Con las piezas capturadas en aquellas cacerías la magia de mi madre llenaba de regocijo la mesa familiar. Con las perdices, martinetas copetonas y de alas coloradas que coronaban la cacería, ella sola con paciencia y sapiencia desplumaba las piezas y preparaba manjares con maestría suprema. A veces las partidas de caza eran nocturnas y salía a cazar vizcachas, una especie única y propia de mi país. La vizcacha es un roedor de campo que cava como guarida extensos laberintos subterráneos, lo que las convierte en una auténtica plaga en los campos de labranza argentinos, pues subterráneamente los arruinan. Resulta muy difícil cultivar predios con vizcacheras, pues las máquinas agrícolas suelen hundirse en ellas provocando no pocos accidentes. Pese a su aspecto de rata enorme, del tamaño aproximado de un castor, la vizcacha se cubre de un cuero muy apreciado en peletería y se alimenta solamente de hierbas frescas, por lo que tiene, en consecuencia, una carne tan blanca como de pescado, carne que se torna apetitosa cuando la alquimia popular la convierte en delicias para el paladar más exigente.
Como esos manjares eran la admiración de los amigos, Doña Ana, que poseía un gran y solidario sentido de la convivencia, cuando la caza era abundante se obligaba a preparaciones extras que repartía generosa en suculentos y repletos frascos de escabeche iluminando las mesas de vecinos y amigos. Cuando cumplí mis primeros doce años, mi padre me regaló mi primera escopeta, un rifle calibre 14, y con él casi un reconocimiento de adulto que aún no era, pero que mi tamaño físico así lo parecía, tanto que a la siguiente salida nadie del grupo se sorprendió de verme con aquella arma en mis manos y sólo se limitaron a festejar mi alegría. Ahora en la distancia que marca el tiempo, pienso en ello y creo que mi padre conjuró esa familiaridad con los amigos, para quitarle importancia al asunto y otorgarme patente de adulto sin que yo lo notara y me sintiera bien, y a partir de ese día fui uno más pateando pampa en aquellas inolvidables partidas de caza. La caza se convirtió en mi pasión hasta bien entrada mi adolescencia.
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Cuando empecé a comprender y sentir el verdadero valor de la vida, mis pasiones se fueron enfriando y abandoné completamente aquellas prácticas. Quizás mi ingreso en el colegio secundario, que provocó mis primeras ausencias del pueblo y acaso un poema de Armando Tejada Gómez llamado ‘Torcaza’ que sacudió severamente mis interiores, fuesen los responsables del alejamiento de la vera de mi padre. Ese poema después se convirtió en canción con música de Cacho Ritro que yo tuve el placer de grabar muchos años después de estos aconteceres. El poema dice en una de sus partes: ‘Quien puede matar un ave, a un hombre puede matar; el hombre caerá llorando, el ave no llorará’. Evidentemente era aquella una visión poética más onírica que real, pues tanto mi padre como los cofrades éramos absolutamente incapaces de agredir y menos de matar a nadie. En fin, cosas de mi infancia y parte de mi adolescencia.
En Madrid, muchos años después, actuaba yo en el centro nocturno del Hotel Castellana Hilton y un momento antes de salir a escena un botones del hotel me entregó el telegrama donde mi madre me anunciaba el deceso de mi padre, el mejor y más amado de los amigos que jamás he tenido. Salí a cantar sin saber lo que cantaba. Cachetazo feroz del destino y a trancas y barrancas, sangrante mi corazón terminé aquel recital y sin recibir a nadie gané la calle y caminé hasta que la luz del alba me devolvió a la realidad, y en aquel amargo amanecer brotaron las primeras palabras de la canción. Nunca como aquella noche sentí un espacio tan vacío por la irreparable partida de mi padre y mi mejor amigo.
Cuando un amigo se va.
-Alberto Cortez-
25 de mayo, 2005
Fuente desconocida.
Él no podía faltar en tus escritos blogueros.
Es uno de los imprescindibles, uno de los más queridos. Su partida fue una gran pérdida. Él jamás lo sabrá, pero dejó en mí, un espacio vacío... de esos que sólo los amigos nos dejan cuando se van.
Gracias, Maeña querida.