Todos sabemos que la borra del café es el residuo que deja este exquisito líquido pardo en la taza. El hábito de interpretarla es una tradición que empezó en el Oriente Medio y su técnica consiste en develar los secretos del pasado y presente de una persona junto con el arte de adivinar su porvenir, usando como instrumento los símbolos en dicha borra que, mientras más consistente, mejor.
Quienes me conocen bien, saben que el café, después del agua, es mi bebida favorita.
Me gusta su aroma, su color, su textura, su sabor. Incluso, a veces me embeleso contemplando el humo de la taza de un café recién colado. Esto para empezar. Y, a partir de haber leído ese hermoso libro de Mario Benedetti, quien nació hace cien años un día como hoy, también amo su borra.
Además, y como si fuera poco, esta hora es emblemática en mi relación con Miguel.
Por mencionar dos cosas y no hacer el texto más largo: el primer correo electrónico con cosas de amor, después de meses de amistad, fue enviado (dice él que fue pura casualidad) a las tres y diez; y aquel vuelo que abordé para ir a verlo por primera vez después de dar inicio a nuestra relación telefónica, departía a las tres y diez. Además, el reloj me sorprende mirándome muchas veces a esta hora.
Recomiendo mucho ese libro de Mario Benedetti, en el que nos cuenta la historia de Claudio, narrador en primera persona, que hace alusión a las innumerables mudanzas de su familia, al barrio montevideano de Capurro y en cómo éste influiría en el resto de su vida; a Rita, la chica de la higuera, al barrio de Punta Carretas, también fundamental en el transcurso de la historia y en el que Claudio adquiere su madurez. Y, obvio, las tres y diez.
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