- Hola. ¿Quién?
- Buenos días. ¿René?
- Sí. ¿Quién es?
- No importa quién soy.
- ¿Cómo que no importa?
- Verás que no.
- Un momento. Quiero saber con quién estoy hablando.
- Ya lo sabrás. A su tiempo.
- No estoy para bromas. Adiós.
.........
- Hola.
- ¿Otra vez?
- Sí.
- ¿Vas a decir el nombre?
- Por ahora no.
- Entonces.
- Pero hombre, no seas esquemático.
- Chau.
.......
- Hola.
- Aquí estoy de nuevo.
- ¡Qué pesado! O pesada. No sé bien.
- ¿Y no tenés curiosidad por averiguarlo?
- Bah.
- René, no cortes esta vez. Es larga distancia.
- ¿De dónde llamas?
- De alguna parte.
- Ufa.
- Después te diré mi nombre. Te lo prometo.
- ¿Cuándo?
- Después. No seas impaciente.
- ¿Se puede saber a qué tanto misterio?
- Te conozco.
- ¿Y yo a vos?
- También, pero menos.
- ¿Desde cuándo?
- Desde hace bastante tiempo. ¿Te acordás de cuando cumpliste catorce años? El 22 de julio de 1940.
- ¿Me conoces desde entonces?
- Desde antes. Pero, ¿te acordás de ese cumpleaños?
- Yo qué sé. Nada especial, supongo. Lo habré pasado con mis viejos y mi hermana. Y amigos.
- ¿En la casa del Cordón?
- Probablemente.
- Digamos, la de la calle Magallanes 1424.
- Qué precisión. ¿Se puede saber quién sos, carajo?
- En aquel cumpleaños estuve presente. Todos jugamos al ping pong.
- Siglos que no juego. Me gusta bastante.
- Lo hacías muy bien. Tenías un ataque débil, pero en cambio una defensa formidable. Llevaba horas hacerte un tanto y vos siempre contabas con que el otro perdía la compostura, la paciencia y por último el partido.
- Jugaba con todo el mundo, un partido tras otro, como un poseído. ¿Cómo puedo recordar con quiénes jugué el 22 de julio de 1940?
- Solo lo mencioné para que tuvieras un dato de referencia y para que aguzaras la imaginación. Por lo general, cuando jugabas te ponías una camisa de diseño escocés. Creo que lo hacías simplemente por cábala.
- Cierto. ¿Ves? De eso sí me acuerdo. Quiero decir, me acuerdo ahora que lo decís. Pero lo había olvidado. Los detalles se borran.
- No tiene importancia. Quizás otros detalles más significativos también se te hayan borrado, ¿o no?
- ¿Por ejemplo?
- Por ejemplo Estela.
- ¿Qué Estela?
- Estela nomás. Para vos hubo una sola. ¿O me equivoco?
- ¿Estela Dumas?
- Claro, ¿cuál otra iba a ser?
- ¿Y vos qué sabes de Estela Dumas?
- Bueno, somos contemporáneos, ¿no es así?
- También somos contemporáneos de Brigitte Bardot.
- Sí, pero con Estela compartimos una realidad, una época.
- No me has contestado qué sabías de Estela.
- ¿Antes o después de que se casara con el ingeniero Melogno?
- Pará un poco. ¿Sos Melogno vos?
- Le erraste como a las peras.
- ¿Sos Estela entonces?
- Como a las peras y a los duraznos.
- Entonces no sé.
- ¿Pero ni siquiera podés diferenciar una voz masculina de otra femenina? Eso es grave, René.
- Tenés una voz ambigua, o por lo menos suena así. Como si hablarás a través de un pañuelo.
- ¿Aquel pañuelito blanco? Esta vez acertaste. Estoy hablando a través de un pañuelo. Un pañuelo que me pertenece y que tiene la inicial R.
- ¿Ricardo?
- Frío, frío.
- No contestaste lo de Estela.
- Hace tiempo que no sé de ella. Pero lo último que supe es que la madurez le sentaba bien. Y que Melogno la hacía feliz.
- ¿Dónde?
- En la cama, muchacho. ¿Dónde va a ser?
- Quise decir: dónde viven.
- En Salto. Tienen dos hijos. Decidme ahora: después de esta larga temporada, ¿por fin tenés claro por qué la perdiste?
- Sí, por cobardía.
- Ah.
- Pero, ¿por qué voy a hablar contigo de este tema o de cualquier otro?
- Porque tenés necesidad de hacerlo con alguien.
- Puede ser. Pero nunca con un desconocido.
- No soy un desconocido. Ya verás.
- Pero es como si lo fueras.
- ¿Así que por cobardía? ¿A tal punto Estela era un riesgo?
- Sí.
- ¿En qué sentido?
- En todo sentido. Es claro que era un riesgo maravilloso. Mirá, nada más nombrarla y ya me duelen las mandíbulas.
- ¿Las mandíbulas? Qué romántico.
- Siempre que estoy tenso o me conmuevo o me pongo furioso o me invade la ternura, me duelen las mandíbulas.
- ¿Te dolieron por ejemplo cuando el problema laboral de Ipecsa?
- Seguramente.
- ¿Qué te pasó esa vez? Vos conocías los entretelones.
- Pará un poco. Sos Rafael, ¿verdad?
- Frío, frío.
- Sí, conocía los entretelones. Pero yo no era el responsable. Por tanto no tenía por qué asumir un papel que no me correspondía.
- Ésa es la explicación normal, la que está en los papeles pero, ¿y la otra?
- Pará. ¿Sos Raquel?
- No, viejo, no.
- ¿Roberto?
- Tampoco.
- ¿Qué otra explicación?
- La que te das a vos mismo. La que te diste. Porque te habrás dado alguna, ¿no?
- Conocía los entretelones pero los demás no confiaban en mí.
- ¿Por alguna razón concreta?
- No sé. Tal vez porque yo no confiaba en ellos.
- Amor a primera vista.
- Yo diría incomprensión a segunda vista. Pero nunca hay un solo culpable.
- Si tuvieras que resumir en una sola palabra tu actitud de entonces, ¿cuál elegirías?
- No hay una sola que lo incluya todo.
- Ya lo sé. Pero, ¿si tuvieras que elegir una?
- La más aproximada sería cobardía.
- ¿También era un riesgo comunicar a la gente aquellos entretelones?
- Sí, pero éste no era un riesgo maravilloso. La prueba es que ahora, al mencionarlo, no me duelen las mandíbulas.
- Tengo una duda, René. Si ya te reconociste dos veces cobarde, ¿cómo se explica que prestaras tu apartamento para aquella reunión ilegal?
- ¿Qué apartamento? ¿Cuál reunión?
- Vamos, René, no estés tan a la defensiva. No olvides que soy un especialista en tu biografía.
- No me gusta hablar de estos temas por teléfono. Y menos aún si es larga distancia.
- Indudablemente es una buena precaución. Aunque vos y yo sabemos que otras veces no has sido tan precavido.
- No sé a qué te referís.
- Seguro que sabés a qué me refiero.
- Mi palabra contra la tuya.
- Empate, pues. El partido se decidirá mediante ejecución...
- ¿Ejecución?
- De penales. ¿Acaso pensabas en otra ejecución?
- No pensaba nada.
- Sí pensabas.
- Otra vez tu palabra contra la mía.
- Llamémosle así, ya que te gusta.
- Llamémosle.
- Pero vuelvo a preguntarte: si te reconocés cobarde...
- Suena horrible.
- Digamos pusilánime, ¿te gusta más?
- Lo importante no es la palabra sino el estado de ánimo.
- Buena observación. Entonces, ¿por qué prestaste tu apartamento?
- ¿Sinceramente?
- Sinceramente.
- Te va a salir cara esta llamada.
- No te preocupes.
- Bueno, creo que lo pestré porque esa vez el riesgo era muy reducido y sin embargo servía para reivindicarme de pesadas flaquezas.
- Y no sirvió.
- No sirvió. Pero ya no vale la pena lamentarlo.
- Y está el problema del dinero.
- Me gustaría saber de qué estás hablando.
- Del poder que te dejó el tío Ignacio cuando se fue a Europa y que vos utilizaste para...
- Pará un poco. ¿Sos Renata?
- Tibio, tibio.
- Así que sos Renata.
- No. Soy René.
- ¿Tocayos? Eso sí que no me lo esperaba.
- Más o menos tocayos.
- ¿René con una "e" o con dos?
- Da lo mismo. Lo que cuenta es cómo suena. ¿Todavía no sabés si soy hombre o mujer?
- ¿René Oribe?
- Frío.
- ¿René Azuela?
- Congelado.
- ¿René? No conozco más Renés.
- ¿Estás seguro?
- Al menos, no me acuerdo.
- ¿Te duelen las mandíbulas?
- Ahora no.
- ¿Y anoche?
- Tampoco. Anoche sí me dolió el pecho. Fuerte. Muy fuerte. Hubo un instante en que creí perder la conciencia.
- Qué imprudencia. Nunca hay que extraviarla. No hay repuestos, ¿sabés?
- ¿Y no lo habrás perdido?
- Creo que no. Me sentí muy extraño.
- ¿Y ahora?
- También. Pero más lúcido, mucho más lúcido.
- Eso es bueno.
- Y además, tocayo o tocaya, quiero saber de una vez tu nombre, tu nombre completo. ¿No te parece que tengo derecho?
- Claro que tenés. Soy René Casares.
- Vamos, no jodas, René Casares soy yo.
- O sea que somos ¿cómo se dice? homónimos.
- ¡René Casares soy yo!
- No grites, por favor.
- ¡René Casares soy yo!
- Eras.
~Mario Benedetti~
Del libro "Despistes y franquezas".
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