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Foto del escritorShayra

«Larga distancia», a propósito del natalicio de Mario Benedetti Farrugia, 14 de septiembre de 1920

- Hola. ¿Quién?

- Buenos días. ¿René?

- Sí. ¿Quién es?

- No importa quién soy.

- ¿Cómo que no importa?

- Verás que no.

- Un momento. Quiero saber con quién estoy hablando.

- Ya lo sabrás. A su tiempo.

- No estoy para bromas. Adiós.

.........

- Hola.

- ¿Otra vez?

- Sí.

- ¿Vas a decir el nombre?

- Por ahora no.

- Entonces.

- Pero hombre, no seas esquemático.

- Chau.

.......

- Hola.

- Aquí estoy de nuevo.

- ¡Qué pesado! O pesada. No sé bien.

- ¿Y no tenés curiosidad por averiguarlo?

- Bah.

- René, no cortes esta vez. Es larga distancia.

- ¿De dónde llamas?

- De alguna parte.

- Ufa.

- Después te diré mi nombre. Te lo prometo.

- ¿Cuándo?

- Después. No seas impaciente.

- ¿Se puede saber a qué tanto misterio?

- Te conozco.

- ¿Y yo a vos?

- También, pero menos.

- ¿Desde cuándo?

- Desde hace bastante tiempo. ¿Te acordás de cuando cumpliste catorce años? El 22 de julio de 1940.

- ¿Me conoces desde entonces?

- Desde antes. Pero, ¿te acordás de ese cumpleaños?

- Yo qué sé. Nada especial, supongo. Lo habré pasado con mis viejos y mi hermana. Y amigos.

- ¿En la casa del Cordón?

- Probablemente.

- Digamos, la de la calle Magallanes 1424.

- Qué precisión. ¿Se puede saber quién sos, carajo?

- En aquel cumpleaños estuve presente. Todos jugamos al ping pong.

- Siglos que no juego. Me gusta bastante.

- Lo hacías muy bien. Tenías un ataque débil, pero en cambio una defensa formidable. Llevaba horas hacerte un tanto y vos siempre contabas con que el otro perdía la compostura, la paciencia y por último el partido.

- Jugaba con todo el mundo, un partido tras otro, como un poseído. ¿Cómo puedo recordar con quiénes jugué el 22 de julio de 1940?

- Solo lo mencioné para que tuvieras un dato de referencia y para que aguzaras la imaginación. Por lo general, cuando jugabas te ponías una camisa de diseño escocés. Creo que lo hacías simplemente por cábala.

- Cierto. ¿Ves? De eso sí me acuerdo. Quiero decir, me acuerdo ahora que lo decís. Pero lo había olvidado. Los detalles se borran.

- No tiene importancia. Quizás otros detalles más significativos también se te hayan borrado, ¿o no?

- ¿Por ejemplo?

- Por ejemplo Estela.

- ¿Qué Estela?

- Estela nomás. Para vos hubo una sola. ¿O me equivoco?

- ¿Estela Dumas?

- Claro, ¿cuál otra iba a ser?

- ¿Y vos qué sabes de Estela Dumas?

- Bueno, somos contemporáneos, ¿no es así?

- También somos contemporáneos de Brigitte Bardot.

- Sí, pero con Estela compartimos una realidad, una época.

- No me has contestado qué sabías de Estela.

- ¿Antes o después de que se casara con el ingeniero Melogno?

- Pará un poco. ¿Sos Melogno vos?

- Le erraste como a las peras.

- ¿Sos Estela entonces?

- Como a las peras y a los duraznos.

- Entonces no sé.

- ¿Pero ni siquiera podés diferenciar una voz masculina de otra femenina? Eso es grave, René.

- Tenés una voz ambigua, o por lo menos suena así. Como si hablarás a través de un pañuelo.

- ¿Aquel pañuelito blanco? Esta vez acertaste. Estoy hablando a través de un pañuelo. Un pañuelo que me pertenece y que tiene la inicial R.

- ¿Ricardo?

- Frío, frío.

- No contestaste lo de Estela.

- Hace tiempo que no sé de ella. Pero lo último que supe es que la madurez le sentaba bien. Y que Melogno la hacía feliz.

- ¿Dónde?

- En la cama, muchacho. ¿Dónde va a ser?

- Quise decir: dónde viven.

- En Salto. Tienen dos hijos. Decidme ahora: después de esta larga temporada, ¿por fin tenés claro por qué la perdiste?

- Sí, por cobardía.

- Ah.

- Pero, ¿por qué voy a hablar contigo de este tema o de cualquier otro?

- Porque tenés necesidad de hacerlo con alguien.

- Puede ser. Pero nunca con un desconocido.

- No soy un desconocido. Ya verás.

- Pero es como si lo fueras.

- ¿Así que por cobardía? ¿A tal punto Estela era un riesgo?

- Sí.

- ¿En qué sentido?

- En todo sentido. Es claro que era un riesgo maravilloso. Mirá, nada más nombrarla y ya me duelen las mandíbulas.

- ¿Las mandíbulas? Qué romántico.

- Siempre que estoy tenso o me conmuevo o me pongo furioso o me invade la ternura, me duelen las mandíbulas.

- ¿Te dolieron por ejemplo cuando el problema laboral de Ipecsa?

- Seguramente.

- ¿Qué te pasó esa vez? Vos conocías los entretelones.

- Pará un poco. Sos Rafael, ¿verdad?

- Frío, frío.

- Sí, conocía los entretelones. Pero yo no era el responsable. Por tanto no tenía por qué asumir un papel que no me correspondía.

- Ésa es la explicación normal, la que está en los papeles pero, ¿y la otra?

- Pará. ¿Sos Raquel?

- No, viejo, no.

- ¿Roberto?

- Tampoco.

- ¿Qué otra explicación?

- La que te das a vos mismo. La que te diste. Porque te habrás dado alguna, ¿no?

- Conocía los entretelones pero los demás no confiaban en mí.

- ¿Por alguna razón concreta?

- No sé. Tal vez porque yo no confiaba en ellos.

- Amor a primera vista.

- Yo diría incomprensión a segunda vista. Pero nunca hay un solo culpable.

- Si tuvieras que resumir en una sola palabra tu actitud de entonces, ¿cuál elegirías?

- No hay una sola que lo incluya todo.

- Ya lo sé. Pero, ¿si tuvieras que elegir una?

- La más aproximada sería cobardía.

- ¿También era un riesgo comunicar a la gente aquellos entretelones?

- Sí, pero éste no era un riesgo maravilloso. La prueba es que ahora, al mencionarlo, no me duelen las mandíbulas.

- Tengo una duda, René. Si ya te reconociste dos veces cobarde, ¿cómo se explica que prestaras tu apartamento para aquella reunión ilegal?

- ¿Qué apartamento? ¿Cuál reunión?

- Vamos, René, no estés tan a la defensiva. No olvides que soy un especialista en tu biografía.

- No me gusta hablar de estos temas por teléfono. Y menos aún si es larga distancia.

- Indudablemente es una buena precaución. Aunque vos y yo sabemos que otras veces no has sido tan precavido.

- No sé a qué te referís.

- Seguro que sabés a qué me refiero.

- Mi palabra contra la tuya.

- Empate, pues. El partido se decidirá mediante ejecución...

- ¿Ejecución?

- De penales. ¿Acaso pensabas en otra ejecución?

- No pensaba nada.

- Sí pensabas.

- Otra vez tu palabra contra la mía.

- Llamémosle así, ya que te gusta.

- Llamémosle.

- Pero vuelvo a preguntarte: si te reconocés cobarde...

- Suena horrible.

- Digamos pusilánime, ¿te gusta más?

- Lo importante no es la palabra sino el estado de ánimo.

- Buena observación. Entonces, ¿por qué prestaste tu apartamento?

- ¿Sinceramente?

- Sinceramente.

- Te va a salir cara esta llamada.

- No te preocupes.

- Bueno, creo que lo pestré porque esa vez el riesgo era muy reducido y sin embargo servía para reivindicarme de pesadas flaquezas.

- Y no sirvió.

- No sirvió. Pero ya no vale la pena lamentarlo.

- Y está el problema del dinero.

- Me gustaría saber de qué estás hablando.

- Del poder que te dejó el tío Ignacio cuando se fue a Europa y que vos utilizaste para...

- Pará un poco. ¿Sos Renata?

- Tibio, tibio.

- Así que sos Renata.

- No. Soy René.

- ¿Tocayos? Eso sí que no me lo esperaba.

- Más o menos tocayos.

- ¿René con una "e" o con dos?

- Da lo mismo. Lo que cuenta es cómo suena. ¿Todavía no sabés si soy hombre o mujer?

- ¿René Oribe?

- Frío.

- ¿René Azuela?

- Congelado.

- ¿René? No conozco más Renés.

- ¿Estás seguro?

- Al menos, no me acuerdo.

- ¿Te duelen las mandíbulas?

- Ahora no.

- ¿Y anoche?

- Tampoco. Anoche sí me dolió el pecho. Fuerte. Muy fuerte. Hubo un instante en que creí perder la conciencia.

- Qué imprudencia. Nunca hay que extraviarla. No hay repuestos, ¿sabés?

- ¿Y no lo habrás perdido?

- Creo que no. Me sentí muy extraño.

- ¿Y ahora?

- También. Pero más lúcido, mucho más lúcido.

- Eso es bueno.

- Y además, tocayo o tocaya, quiero saber de una vez tu nombre, tu nombre completo. ¿No te parece que tengo derecho?

- Claro que tenés. Soy René Casares.

- Vamos, no jodas, René Casares soy yo.

- O sea que somos ¿cómo se dice? homónimos.

- ¡René Casares soy yo!

- No grites, por favor.

- ¡René Casares soy yo!

- Eras.


~Mario Benedetti~

Del libro "Despistes y franquezas".










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