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Foto del escritorShayra

De la muerte de Lola a la de Antonio: los 15 días más trágicos de la familia Flores

Actualizado: 31 dic 2021



Antonio y Lola Flores, durante el funeral del cantaor Camarón de la Isla, en mayo de 1992.

Foto: EFE

Abrió la puerta y apareció Antonio Flores. Era la una de la madrugada. Se le notaba bebido, con cara de cansado, algo desastrado, y llevaba el brazo izquierdo escayolado. Se lo había roto cuando dio un puñetazo a la pared al conocer la muerte de su madre, Lola Flores, unos días antes. Con todo, parecía contento. “Pasa, pasa”, le dijo el dueño de la casa, su amigo Paco Martín, el hombre que lo fichó para su compañía de discos (Twins) y que lo lanzó artísticamente. Estaban en mitad de una reunión para celebrar el cumpleaños de la pareja de Martín, en el chalet de este, en la urbanización madrileña de Berrocales del Jarama. En el ambiente flotaba la reciente muerte de La Faraona. Estaban todos: Lolita Flores, su hermana Rosario, Carmen Ordóñez, Guillermo Furiase… Antonio se puso a bailar en la cocina con Sara, la hija de seis años de Martín. “Era una imagen muy de Antonio, que era muy cariñoso”, recuerda este. Nunca volvió a ver al músico con vida. Dos días más tarde, el cuerpo de Flores fue hallado en la cabaña que había hecho construir Lola a su hijo en El Lerele, la parcela donde la familia vivía en La Moraleja. Tenía 33 años y una hija, Alba, de nueve, hoy una actriz famosa. La muerte del músico, consecuencia de una mezcla de medicamentos y alcohol, puso fin a 15 días de tragedia lorquiana, los que transcurrieron entre el fallecimiento de Lola Flores, el 16 de mayo de 1995 (este sábado hace 25 años) y el de su único hijo varón, el 30 de ese mismo mes. Un guion escrito por una mano negra. Y con toda España siguiéndolo por televisión, un país excitado chapoteando en un charco de morbo.



Esa estrecha relación incluía salidas nocturnas, según cuenta Eduardo Lago, Chirro, personaje fundamental en el devenir emocional y artístico de la familia Flores. Amigo de Antonio desde los 15 años, Chirro montó una empresa de representación y trabajó con Lola, Lolita y Rosario. Pero la relación con Antonio fue la más estrecha: era su mano derecha, su representante, su confidente, su compañero de juergas… “Lola nos llamaba por teléfono por la noche”, recuerda Chirro sobre aquellos años. “Chicos: ¿Dónde estáis. En [la discoteca] Pacha? Pues voy para allá’, decía. Se presentaba sola, para acompañarnos a Antonio y a mí de juerga. A veces le decíamos: ‘Lola, vamos a la parte de arriba de la discoteca, que hay un reservado’. Y ella se negaba: ‘Yo no me he arreglado y pintado para reservados. Yo quiero que me vea la gente”. Antonio Carmona, cantante de Ketama, atesora también unas cuantas anécdotas sobre aquella indestructible relación: “Se miraban y había fuego. Estábamos en una reunión de 60 personas y a determinada hora de la madrugada los veías sentados, hablando, durante cuatro horas seguidas, ellos solos. Yo pensaba: ‘¿Qué se estarán diciendo?’. Desde luego no era una relación como tenemos todos con nuestros padres”.


Irene (izquierda) y Chelo Vázquez, amigas de Antonio Flores, en 1995.

Foto: Santos Cirilo


El cadáver de Antonio Flores lo descubrió Irene Vázquez. Ella y su hermana Chelo estaban aquella noche con el músico en la cabaña de El Lerele. Juntas se las conocía artísticamente como las Hermanas Chamorro. Irene tuvo un primer contacto con los Flores en Marbella. Su padre tenía una tienda de antigüedades y coincidía con Lola en el casino. Los hijos se conocieron en un concierto de Michael Jackson en Marbella en 1988. En 1993, Irene, que entonces tenía 20 años, su hermana Chelo y Alba Molina (hija de Lole y Manuel) se fueron juntas a Madrid para hacer unas pruebas para una película. Querían ser artistas. El primer día en la capital fueron a la discoteca Archy. Allí coincidieron por casualidad con Antonio Flores. “Me dijo: ‘Tienes unos ojos tan grandes’. Empezamos a hablar y no paramos. A las 72 horas ya estaba instalada en la cabaña de El Lerele, con él”, cuenta Irene Vázquez desde su casa de Marbella donde pasa el confinamiento sola con sus dos perros. Ese mismo país conocía bien la potente conexión entre madre e hijo. Antonio Flores tenía la costumbre de deslizarse por la noche a la habitación de su madre en El Lerele. Lo hacía ya mayor, incluso en los últimos días en vida de La Faraona. Lola lo esperaba y pasaban muchas noches hablando, a veces hasta que amanecía. Los dos solos. Hablaban de la vida, del arte, de la espiritualidad, del cosmos, de la muerte… Vivían un amor blindado, particular, en su mundo. Y se reconocían: ambos eran impetuosos, artistas, intuitivos, generosos y con un punto solitario.



A la izquierda, Lola y Antonio Flores junto a la entonces pareja del músico, Ana Villa, y su hija recién nacida, Alba. A la derecha, Antonio Flores retratado en 1994.

Fototeca de Carmen Tello/ Javier Salas



Durante los siguientes dos años, los últimos de Lola y Antonio, Irene pasó muchas temporadas con la familia Flores. Un cuarto de siglo después, aún recuerda la conexión entre madre e hijo: “Era como una relación de mejores amigos. Se contaban todo. Recuerdo que a Antonio le encantaban los huevos fritos y Lola siempre iba por detrás y metía el pan en la yema, lo untaba y se lo comía. ‘Mamá, no hagas eso, que no me gusta’, protestaba Antonio. Lola respondía: ‘Qué dices, hijo, que yo tengo las manos muy limpias, que me las lavo con Heno de Pravia”.


Más allá de la gigantesca sombra de la madre, Antonio Flores era un músico brillante, alguien que vivía la profesión de forma pura. Sus primeros pasos fueron complicados. De carácter ingobernable, no atendía a las exigencias de los directivos de las compañías de discos, que vieron en él una extensión de la figura de Lola. Atractivo y de imagen salvaje, intentaron venderlo como parte del fenómeno fan. Era un Flores: había que aprovecharlo. Él se negó, hasta ganarse fama de rebelde en una industria que no tolera a los que se salen del tiesto. Paco Martín fue el único capaz de domarlo. En 1992, Rosario Flores editó el disco De ley, un gran éxito con temas como Mi gato o Sabor, sabor. La mayoría de las canciones las firmaba su hermano Antonio. “Era un talento. De un carácter bohemio e indisciplinado. No era fácil trabajar con él porque era un espíritu libre y resultaba complicado ponerle una agenda. Yo lo fiché para RCA [la multinacional donde recaló después de fundar la independiente Twins] en contra de la opinión de toda la compañía, porque esa fama de rebelde echaba para atrás a los directivos”, cuenta Martín. El promotor musical Miki Camacho asistió muchas veces al proceso creativo de Antonio, que se pasaba las noches en casa de Camacho, escuchando música y componiendo. Eran muy amigos: “Tenía una energía apabullante. No dormía. Yo me acostaba y él se quedaba escuchando mis discos de Bob Dylan, Lou Reed, la Creedence [Clearwater Revival]… Y escribiendo. Cuando me levantaba estaba allí, con la guitarra y la habitación llena de folios con letras”, comenta hoy. Camacho asegura que su amigo “no paraba de crear, estaba todo el día así”, y se lamenta de haber tirado a la basura muchas de aquellas letras. “Se marchaba y las dejaba por ahí esparcidas. Igual volvía a los dos días. Yo tenía que recoger la casa, claro”, comenta mientras entre risas. Antonio Flores tuvo una época de consumo de drogas duras. Y varias recaídas. Él nunca lo negó. “He tenido una historia con la droga que me ha hecho la vida imposible. Esa experiencia no me ha gustado. Quería quitarme sin que mis padres se enterasen para luego decirles: he estado enganchado, pero me he quitado. Pero es imposible, necesitas ayuda. Cuando estaba ya hasta los cojones me derrotaba, y como mi madre no es tonta ni mi padre tampoco, me veían y me decían: ‘A ti te pasa algo’. Hasta que les dije: ‘Mamá, papá, tenéis razón, ayudadme”, declaró para un Informe Semanal que se emitió días después de su muerte, el 3 de junio de 1995. Su madre, empezó a estar más pendiente de él; intentaba que no se juntara con malas compañías. Una fuente recuerda esta escena: “Lola le mostró el brazo y le dijo: ‘Méteme lo que tú te metes y nos morimos los dos. Venga, chulito, a ver si te atreves a ver cómo tu madre se mete lo que tú”. En diciembre de 1994, cinco meses antes de morir y en otro espacio televisivo, Cita con la vida, Antonio contaba a Nieves Herrero: “Tengo una hija [Alba, con Ana Villa, relación sentimental que se rompió] a la que no le puedo faltar y tengo que durar mucho tiempo. No creo que tenga el derecho a que ella sufra. Si antes no me importaba mi vida por h o por b, ahora sí me importa porque no puedo permitirme el lujo de que la gente que me quiere sufra”.




Y la que lo hacía era su madre. Chirro trabajó con Lola Flores los últimos meses de la vida de la artista. Él fue uno de los responsables de Ay Lola, Lolita, Lola, un programa de variedades para TVE que conducían Lola Flores y su hija Lolita. “Estuvo trabajando hasta el último suspiro. La veías sentada en el camerino y estaba realmente mal. Parecía que se iba a morir. Tenía los brazos y el cuello hinchados. Pero cuando le decían ‘Lola, hay que salir’, dibujaba una sonrisa en su cara e irrumpía en el plató. Era increíble la energía que tenía”, relata Chirro. Lola llevaba 25 años (desde 1970) luchando contra un cáncer de mama. Hacía tiempo que se había convertido en un icono de la modernidad, en alguien con un talento afilado para conectar con la gente de cualquier condición. Un hechizo que ha hecho correr ríos de tinta, también en la academia, y que acabó socavando sus logros artísticos, según Alberto Romero, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Cádiz y autor de uno de los análisis más profundos sobre la artista, Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo. “Reivindico a la Lola Flores sin flores y sin luces, a aquella de los años 40 y 50. Con la Guerra Civil española no se rompen todos los puentes. Hay uno cultural, que entronca con Lorca, con el flamenco y con la generación del 27. Y eso lo sostiene Lola Flores en los cuarenta. Es una Lola transgresora, de muy alta calidad interpretativa. Mientras el resto de las mujeres se mostraba pacata, ella va contra todos los cánones: descalza, con el pelo suelto y movimientos provocativos. Hablamos de los años 40 y 50 en España, con una fuerte dictadura en el poder. Pero en la última etapa el personaje que ella creó entierra en parte su valor artístico. Al final la Lola que queda es la de ‘si me queréis irse’ y otras ocurrencias. Y eso llega cuando se entrega a la televisión”, afirma el catedrático. “Lola sacó el flamenco de las tabernas y de las casas de los señoritos y lo llevó a los escenarios y por todo el mundo desde los años 40. Su importancia para la difusión del flamenco es vital”, apunta Antonio Carmona. En sus últimos meses la artista debía pasar por la clínica con frecuencia para recibir tratamiento. Chirro lo programaba todo para que esa jornada no hubiese grabación y así ella pudiese descansar. Un día no pudo ser y coincidió. Chirro propuso aplazar la grabación. Lola no quiso. “Le quitaron un litro y medio de líquido de la pleura y seguidamente fue al estudio”, relata el representante. En los últimos episodios de Ay Lola, Lolita, Lola se aprecia que ella se apoya mucho en su hija, o en un piano. En su última aparición televisiva, unos días antes de fallecer, se la ve recostada en una silla verde de mimbre. Peleada con el dolor, se retuerce, baila sentada y, aunque canta en playback, se deja las entrañas con la interpretación de Perdóname, de Armando Manzanero. Cuando para la música, una respiración violenta y una mueca entre el dolor y la emoción se dibujan en su cara. Semanas antes de morir convocó a Paco Martín en El Lerele: “Bajó toda arreglada: estaba guapa a pesar de la enfermedad. Y me dijo: ‘Paco, tenemos que hacer un disco diferente, quiero que me hagas un álbum con los Ketama’. Tenía una energía tremenda incluso en las últimas semanas. Era un espectáculo verla”. Cuando le dijeron los médicos que le quedaba poco de vida y que a lo mejor estaba mejor atendida en el hospital, ella soltó: “Morir oliendo a penicilina, no. Me voy a mi casa”. Lola Flores falleció de madrugada, el 16 de mayo de 1995, en El Lerele, a los 72 años. Según explicó Lolita días después, en rueda de prensa, se fue abrazada a alguien que no era de la familia: “Luchó hasta el último momento, aunque ha sufrido mucho en las últimas horas. Ninguno de sus hijos hemos tenido la suerte de que muriera en nuestros brazos. Lo ha hecho en los de Carmen Mateo, la que ha sido su secretaria, su confidente y su amiga desde hace muchísimos años”. Poco antes de morir, le dijo a su marido, Antonio González El Pescaílla, con el que llevaba casada 40 años: “Quiero pedirte perdón, por muchas cosas”. Él la cortó en seco: “No tienes que pedirme perdón por nada”. Cuando llegó su hijo Antonio, la casa se encontraba llena de amigos y familiares. Todos vieron cómo se rompió la mano al dar un puñetazo en la pared antes de gritar: ‘Dónde está mi madre’. Entró en la habitación de su madre, salió todo el mundo y estuvo allí horas. Los asistentes escucharon sus gemidos, sus lloros, gritos y lamentos.


Al día siguiente, La Faraona fue trasladada al Centro Cultural de la Villa, en la Plaza de Colón, para que el pueblo le diera su último adiós. Durante 19 horas 150.000 personas pasaron a despedir un cuerpo arrullado en una mantilla blanca de su amiga Carmen Sevilla. Estos son testimonios de gente que esperó en la cola, recogidos por las televisiones. “Cantaba y bailaba. Era la juerga y la alegría de España”, señalaba un caballero. “Era muy buena, muy honrada y muy trabajadora. Todo lo que se diga es poco”, sentenciaba una señora con un clavel en la mano. “Tenía un corazón muy grande”, indicaba una adolescente entre risas nerviosas por salir en televisión. “Yo no entiendo de cante jondo ni de baile ni de historias de esas. Pero vengo a rendirle mi homenaje como cristiana por su laboriosidad, por su trabajo y por su familia”, decía una monja. Nunca existió un velatorio tan ruidoso. En la larga cola la gente cantaba, bailaba, La zarzamora, Ay pena, penita, pena. Una despedida digna de ella. El entierro se celebró el 17 de mayo en el cementerio madrileño de La Almudena. Antonio no asistió. Estaba previsto: él ya se lo había dicho a su madre; prefería recordarla viva. A aquel día siguieron dos semanas en las que apenas dormía, en una carrera que parece trazada para su demolición personal. Décadas más tarde, Lolita, en el programa Lazos de sangre, contó: “Mi hermano nos llamaba y decía: ‘No puedo vivir sin ella. A mi hija la adoro, pero me falta mi luz, no puedo vivir sin ella’. La gente que le conocía sabía que le iba a costar vivir sin ella”. Los que lo rodearon no tienen ninguna duda de que quería seguir adelante. “Lógicamente estaba deprimido porque se le había muerto su madre, pero tenía unas ganas de vivir tremendas. Quería trabajar más que nunca. Y la prueba es que a los 10 días de la muerte de su madre se subía a un escenario”, comenta Chirro. Efectivamente, el 26 de mayo Antonio actuó en Pamplona. “Estaba agotado, pero con ganas de ese concierto. Fuimos en el avión pintando su escayola del brazo”, recuerda Irene Vázquez. “La vida sigue y mi madre lo que quiere es verme en el escenario triunfando”, dijo en una rueda de prensa previa al recital, recogida en una grabación en la que se le ve abatido. Luego, en el concierto, vestido con una indumentaria hippy que con el tiempo se convirtió en una estampa famosa (un chaleco acordonado por los lados, un jersey ancho de lana con estampados tribales, un pantalón de pana marrón y un crucifijo grande de plata colgándole gracias a una cuerda negra), añadió: “Esta es la primera gala desde la muerte de mi madre. Estoy cansado, con falta de sueño, muy emocionado. Aparte de dedicaros el show a todos vosotros se lo dedico a Lola Flores”, dijo mientras miraba y señalaba al cielo con su brazo herido. A continuación, de su boca salió una voz apagada y bronca con los versos de su canción Una espina: “Tu sabes cuál es mi dolor, por favor dame calor”. Sería el último concierto. Al día siguiente fue la fiesta de la pareja de Paco Martín, la del baile en la cocina con la hija de este.


Su último día, Antonio lo pasó acompañado de Chirro, su hermana Rosario, Antonio Carmona, El Pescaílla, Irene y Chelo Vázquez… la mayor parte del tiempo permaneció en El Lerele. “Fue una jornada normal dentro de lo desmoralizados que estábamos por la muerte de Lola. Estábamos muy pendientes de Antonio porque se encontraba muy afectado”, sostiene Antonio Carmona. Ocurrió algo: una visita inesperada. Chirro: “Me dijo que había quedado con alguien que conocía de hacía 10 años, pero que llevaba cinco sin verlo. Aquel encuentro no fue nada bueno para Antonio, nada bueno”, se lamenta su amigo. Chirro ve por última vez a Antonio sobre las 22 de la noche, en El Lerele. Se quedaron con el músico en la cabaña (un espacio de unos 70 metros cuadros, con un pequeño estudio, un salón grande y una habitación) Chelo e Irene Vázquez, las Hermanas Chamorro. Irene (que tenía 23 años en aquella época) cuenta hoy, con pausas por la emoción, lo que pasó: “Estaba muy delgado. No dormía y apenas comía. Bebía mucho y tomaba tranquilizantes que le recetaron. Esa noche me dijo que tenía sueño. Nos abrazamos. Me comentó que podíamos ir a Gredos, a hacer deporte. Lo arropé y lo dejé en su cama. Yo me fui a dormir al sofá, con mi hermana Chelo. Sobre las 6.45 entré en la habitación. Estaba igual que cuando lo dejé, en la misma postura. Me asusté. Puse los dedos en la nariz y la boca para ver si respiraba. No lo noté. Y salí corriendo y gritando por el jardín”. Era 30 de mayo por la mañana. Muy pronto, El Lerele se llenó de casi los mismos que fueron a despedir 15 días antes a Lola Flores. Con la diferencia de que nadie se paró a hacer declaraciones. En las imágenes televisivas que se conservan de aquel día, se ve a Carmen Ordoñez bajar de un coche y, al ver a los periodistas, salir corriendo sorteando cámaras y gritando: “Dejadme en paz”. Carmen Sevilla, con gafas oscuras, suplica: “Por favor, por favor. No. Ay, no, por favor”. Ana Belén y Víctor Manuel caminan rápido, mudos. Miguel Bosé igual. Norma Duval es de las pocas que dice algo: “Por favor, hay mucho dolor aquí. Yo comprendo que tenéis que hacer vuestro trabajo, pero hay mucho dolor. Esto es tremendo”. Lolita describió aquellos momentos en el programa de Bertín Osborne, En la tuya o en la mía, de 2015: “Cuando llegó el Samur yo les dije: ‘Déjenlo a él, que ya no tiene remedio, y sálvenme a mi hermana Rosario. Es que daba botes de un metro, como en El Exorcista”. Tras aquello la familia vivió lo que Lolita calificó como “un año y medio en el que estuvimos desquiciados”. “Me volví loca. Bebía. Le pegaba puñetazos a las puertas. Tenía una revolución dentro de mí. No entendía lo de mi hermano. Gracias a mis hijos lo reconduje”, dijo la hermana mayor. “Estaba destrozada y quería matarme sin mi hermano. Pero a los ocho meses me quedé embarazada de Lola y se acabó el destrozarme y maltratarme”, contó Rosario en Lazos de sangre. En los dos meses posteriores a su muerte el último disco de Antonio Flores, Cosas mías, que llevaba despachados 150.000 ejemplares, llegó al millón. Fue el último triunfo de un artista que nunca encajó ni en la industria musical ni en la vida. Lola Flores y su hijo Antonio se fueron de madrugada, a esa hora del día en la que juntos hablaban de la vida, el arte, la espiritualidad, el cosmos, la muerte…



A la izquierda, capilla ardiente de Lola Flores en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. A la derecha, largas colas para despedirse de la artista, en el exterior del recinto.

Fotos: Gorka Lejarcegi/Santos Cirilo


Créditos Coordinación y formato: Guiomar del Ser Diseño: Ana Fernández Maquetacion: Nelly Natalí Direccion de arte: Fernando Hernández

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