Si se siguen las recomendaciones de los dietistas-nutricionistas, endocrinos, cardiólogos y demás profesionales de la salud, se sabe que la Organización Mundial de la Salud recomienda que las grasas no superen el 30% de la ingesta calórica total y que los azúcares libres tienen que estar por debajo del 10%.
Seguramente quien está a dieta procura seguir las consignas del plato de Harvard: 50% de frutas y verduras, 25% de proteínas (legumbres y frutos secos incluidos), y otros 25% de cereales integrales. Pero, ¿qué pasa cuando te pones a dieta? ¿Sólo cuentas calorías?
Si el recorte energético no afecta a la recomendación esencial de que la dieta sea variada, no debería haber problemas. Pero esto no siempre se consigue. Cuando lo que uno quiere es perder peso, la estrategia habitual consiste en restringir los alimentos más ricos en los nutrientes que aportan energía, que son las grasas y los carbohidratos —estos últimos se conocen coloquialmente como azúcares, y son la fuente de energía prioritaria del organismo.
La idea es gastar más calorías de las que se ingieren para que el cuerpo acabe buscando su “combustible” en las reservas de grasa. Tiene sentido, y justifica que se cuenten las calorías, pero cuando es lo único que se hace (y hay que reconocer que es habitual no ir mucho más allá si uno mismo diseña su propio plan), es posible pasar por alto una miríada elementos fundamentales, los micronutrientes.
“Se llaman micronutrientes porque necesitamos cantidades diarias muy pequeñas en comparación con las de grasas, carbohidratos y proteínas”, que son los macronutrientes, explica Àlex Pérez Caballero, dietista-nutricionista en el centro de atención primaria Vallcarca-Sant Gervasi (Barcelona) y autor del blog El Piscolabis. “De algunos acumulamos más cantidad, de otros menos. Algunos se reutilizan, otros se eliminan con más facilidad. Pero todos son imprescindibles para el correcto funcionamiento del organismo”, añade.
Los micronutrientes esenciales son 14 vitaminas y 14 minerales que, en mayor o menor medida, hay que darle al cuerpo a través de la dieta. No proporcionan una energía significativa, pero tienen papeles cruciales en cientos de reacciones químicas que suceden en el organismo. No se equivocaban cuando te decían de pequeño que las vitaminas son fundamentales para crecer, lo que no te contaban es que sin ellas, por ejemplo, la vista se apaga; afortunadamente, la dieta variada del mundo rico ha hecho que prácticamente no haya déficit de estos nutrientes, pero en los países más pobres hay personas que se quedan ciegas por no tomar suficiente vitamina A. Tampoco te decían que los niveles insuficientes de estos y otros elementos han sido relacionados con enfermedades como las cardiovasculares, diabetes tipo 2, cáncer y osteoporosis. Pero así es.
Pocos, diversos, complejos... imprescindibles
Cuando Pérez Caballero habla de cantidades muy pequeñas, se refiere a magnitudes verdaderamente escasas, diminutas, incluso microscópicas. Según la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés), la ingesta adecuada de sodio para los adultos sanos (en general, siempre hay excepciones) es de 2 gramos al día, mientras, a falta de una recomendación más rigurosa, los estudios señalan que los adultos sanos necesitan una media de alrededor de 150 microgramos de yodo y menos de la mitad de selenio (eso son 0,00007 gramos, prueba a pesarlos...).
Aun así, alrededor del 4% de la masa corporal está compuesta por minerales, un conjunto disperso al que seguir los pasos a través del organismo es complicado. No sólo porque actúen en cantidades tan pequeñas sino también porque tienen maneras muy distintas de viajar por el cuerpo. Por ejemplo, el hierro se recicla, de manera que sólo hay que reponer entre 1mg y 2mg al día con las comidas. Eso sí, como no todo el que ingerimos se absorbe, hay que tomar entre 12mg y 18mg diarios para asegurar un aporte adecuado de este mineral, que es fundamental para transportar el oxígeno por todo el cuerpo.
Otros minerales no cuentan con un sistema parecido. Uno de ellos es el calcio, que se obtiene sobre todo de los lácteos (hay 200 mg en medio vaso de leche) o, en menor medida, con 60 gramos de almendras o 240 gramos de alubias (un plato generoso). Además de ser un ejemplo de micronutriente que no se recicla, el calcio demuestra que las interacciones de estos nutrientes pueden ser indeseables: mucho sodio (mucha sal, para entendernos), por ejemplo, aumenta la pérdida de calcio por la orina, y algo similar sucede si incrementas el fósforo, el socio preferente del calcio para formar el esqueleto. Tanta complejidad justifica que la única manera de saber si uno está ingiriendo los niveles adecuados de micronutrientes sea con una alimentación variada… No desprecies nunca este consejo.
El problema de no comer nada de grasa
Una vez se conoce cómo funcionan y se relacionan los micronutrientes, es más sencillo comprender que uno puede estar dando saltos de alegría por ver que le gana la batalla a la báscula hoy y lamentarlo unos años después. La conclusiones de un estudio de la Universidad de California, publicado este mes en la revista Current Developments in Nutrition, aportan dos ejemplos muy ilustrativos tras analizar durante un año los efectos de dos dietas de adelgazamiento en personas con obesidad.
Los científicos monitorizaron, en un pequeño grupo de 24 personas, qué sucede cuando se sigue una dieta baja en carbohidratos, con pocos cereales, legumbres, frutos secos y fruta. Otros 30 voluntarios les sirvieron para estudiar una dieta rica en fibra, que incluía mucha fruta y cereales integrales. El objetivo era saber con algo más de profundidad qué hacían en el organismo dos dietas populares en el momento de iniciar el trabajo.
Lo que observaron al final del experimento fue que todos perdieron peso después de las 52 semanas, pero en ambos casos consumieron menos vitamina D y E, calcio, magnesio y cobre de los recomendados. “Esto podría a largo plazo aumentar el riesgo de ciertas enfermedades o empeorar su morbilidad”, dicen los autores del estudio. O sea, que hasta las dietas más eficaces deben ser analizadas con atención para saber si pasan el filtro de los micronutrientes. Es más, quizá sean las que deban hacerlo con más urgencia, ya que si funcionan tan bien y son relativamente equilibradas pueden llegar para quedarse. Lo mejor para evitar problemas es no perder de vista la variedad de la dieta por mucho que tengamos puesto el ojo en la báscula.
Por otra parte, conviene no cometer errores habituales como cortar a las bravas con las grasas. Esta decisión puede ayudar con la grasa abdominal, pero también poner en riesgo el aporte de “las vitaminas liposolubles, que usan las grasas como vehículo”. Son las vitaminas A, D, E y K, y su exceso se almacena en el tejido adiposo. La vitamina E, por ejemplo, abunda en los frutos secos y el aceite de oliva, así que abrir un poco la mano con esas grasas saludables e ingerir unos niveles generosos de vitamina E (12 gramos o más, ya que es raro que haya toxicidad por exceso) no va contra nuestros intereses. Además, se relaciona con una baja incidencia de cáncer de colon y mama. La vitamina D reina en la nata, los pescados azules y la yema de huevo, aunque buena parte la sintetizamos con el sol.
La vitamina A se encuentra en forma de retinol, sobre todo, en el hígado de pescado, y también en lácteos, huevos y pescado azul. Los carotenos (pigmentos presentes en las zanahorias, pimientos rojos, melocotones…) se transforman en el organismo en retinol. Pierden un poco de fuelle, ya que son necesarios seis carotenos para formar un retinol, pero una dieta vegana equilibrada no suele tener déficits de este micronutriente.
A su vez, demasiado poca vitamina A puede exacerbar la anemia por falta de hierro al alterar el metabolismo de ese mineral, clave para formar los glóbulos rojos que llevan el oxígeno. “La vitamina K puede sintetizarse a través de la flora intestinal, pero necesitas tejido graso para almacenarla, al igual que con las otras liposolubles. Algo de grasa hay que poner en la dieta para no afectar a esas vitaminas”.
El resto de las vitaminas, la B y la C, son hidrosolubles, lo que significa que se disuelven en el agua y que se eliminan por la orina. O sea, que hay que comerlas continuamente para asegurar unos niveles óptimos en el organismo. Una dieta vegana, hipocalórica o no, siempre es deficiente en vitamina B12. Si la sigues, tendrás que suplementarte sí o sí, ya que esta vitamina es imprescindible para la formación de glóbulos rojos. La baja biodisponibilidad del hierro, el zinc y el selenio en los alimentos vegetales puede afectar también a tu estado nutricional si sigues una dieta sin alimentos de origen animal.
Y cuidado con los antinutrientes
Comer sin cocinar los alimentos es una de las últimas modas de la sociedad occidental, como si nos hubiéramos olvidado que el descubrimiento del fuego cambió por completo la historia de la humanidad. “En muchos alimentos existen los llamados antinutrientes, que se inactivan gracias al calor”, dice Pérez Caballero. Se trata de compuestos químicos que impiden que el organismo asimile ciertos nutrientes, un efecto que se puede evitar cocinando los alimentos y, de nuevo, potenciando la variedad de alimentos que ponemos en el menú.
Los antinutrientes están en las frutas y las hortalizas, en las legumbres, en los cereales de grano entero (los que de verdad son integrales), en los huevos, las semillas, el cacao puro y hasta el té negro: en los dos últimos, en forma de taninos. Son el motivo por el que es mala idea incorporar a la dieta la ingesta excesiva de batidos verdes presuntamente ‘détox’ a base de espinacas, puesto que estas hortalizas están cargadas de oxalatos, que impiden la absorción del calcio. También contienen fitatos, que secuestran el mismo mineral, el magnesio, el hierro y el zinc. Lo bueno es que ambos se eliminan cociendo y tirando el agua de cocción.
Los huevos tampoco deberían librarse del fuego. “La avidina, presente en la clara, se une a la biotina (vitamina B8), impidiendo su absorción. Cocerlo nos solucionan este contratiempo”. Los bociógenos presentes en muchas frutas y hortalizas bloquean el yodo, que forma parte de la estructura de las glándulas tiroideas; los ácidos oxálico y fítico, presentes en alimentos como las espinacas, la remolacha y las acelgas, se unen en el intestino a minerales como el hierro, el zinc y el calcio e impiden su absorción. También hay antinutrientes que inhiben las proteasas y las amilasas, que son enzimas que catalizan las reacciones necesarias para digerir las proteínas y los carbohidratos.
Fuente: Buena Vida. El País. Por Salomé García.
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