Era un día de junio del 2013. Teníamos planeado levantarnos a las seis para poder llegar pronto al Vaticano. Salimos del hotel y dejamos las maletas en la estación Termini; luego cogimos el autobús hacia allá. Al llegar, nos encontramos con una multitud que esperaba oír hablar al papa Francisco, lo cual no permitía que entráramos sino hasta las dos de la tarde. Está visto que el destino no quiere que vea la obra de Michelangelo en la capilla Sixtina (la primera vez que vine no pude ir por no ir apropiadamente vestida).
Nuestro tren hacia Siena partía a las tres y treinta y cinco, así que no podíamos quedarnos. Otra vez será.
Paseamos por la ciudad, cosa que a mis hijas no les hacía mucha gracia pues fueron vestidas con pantalón largo y camiseta con mangas y hacía mucho calor. Descansamos un ratito y mientras Miguel buscaba un sitio para llamar al hotel de Siena, nos quedamos dormidas.
Nos cuenta él que cuando llegaba adonde estábamos, vio a unos turistas haciéndonos unas fotos (todas estábamos con la boca abierta menos mi madre, que hasta para dormir es elegante).
Al cabo de un rato y como habíamos desayunado tan temprano, buscamos un sitio para comer cerca de La Fontana di Trevi (el mismo de la noche anterior que nos gustó mucho por tener las tres B's). Eran las once y media pero el chico nos dijo que debíamos esperar media hora porque no abrían sino hasta las doce (ésta se convirtió en una hora y pico) y allí esperamos 'pacientemente'. Comimos muy bien y luego seguimos caminando hasta la estación (las niñas a este punto querían coger un taxi; estaban hartas de caminar).
Llegamos a Termini a eso de las dos; recogimos el equipaje y fuimos a tomar un café. Creíamos estar lo más cerca posible del andén; las niñas y yo dormimos un ratito y Miguel y mami estaban de charla. No perdimos el tren por pura casualidad porque teníamos que andar unos cinco minutos, bajar y subir otra vez la plataforma y eran ya las tres y media. Imagínense ustedes, cinco locos con cinco maletas corriendo con la lengua afuera por toda la estación... ¡Anda que no tuvimos tiempo de sobra!
Pero la aventura no termina aquí... Ahora es que la cosa se pone buena.
Cogimos el autobús que nos llevaría al centro desde la estación; se nos olvidó el pequeño detalle de comprar los billetes antes de subir (en realidad creíamos que también podíamos pagar dentro). Le pregunto al chófer (con el poco italiano que sé) que cuánto era el costo para cinco personas y su respuesta, con cara de pocos amigos, fue: "debiste leer antes; si fuese otro, te daría una multa". Le contesto yo: "Me dispiace; no sono italiana"; y él responde, con una mirada matadora: "lo so, lo so".Por lo menos no nos sacó del autobús.
Le enseñamos la dirección del hotel a un chico que nos dijo dónde quedarnos; aparecieron unos cuantos más con ganas de ayudar y también nos explicaron (la gente es súper amable aquí). Nos bajamos en la parada siguiente y empezamos a caminar hacia donde creíamos que era el lugar. Les preguntamos a unos chicos en una gasolinera si sabían dónde quedaba esta dirección y nos dijeron que a un kilómetro (más o menos). Les pregunté si podíamos llamar un taxi y me dijo que por ahí no había manera de hacerlo.
Háganse la idea de esto: cinco personas arrastrando cinco maletas, caminando por una calle donde no había acera, cruzando un puente para llegar al otro lado de la calle, subiendo y bajando escalones... A todo esto súmenles que hacía unos treinta y dos grados (89 F) y que teníamos hambre, sed y cansancio.
La cosa no para aquí; cuando creíamos haber llegado, una señora nos dijo que nos habíamos pasado del lugar, que lo habíamos dejado muy atrás y que teníamos que devolvernos. ¡Y otra vez... El éxodo!
A arrastrar las maletas, a escuchar a las niñas quejarse, a reír por no llorar, a desandar lo andado (o viceversa)... De repente y como un regalo divino, apareció un señor a quien Miguel le preguntó si sabía dónde quedaba el hotel Fonti di Pescaia; él lo puso en su GPS y, como buen samaritano, se ofreció a llevarnos. Montamos las maletas en la furgoneta (minivan) y nos dejó en la puerta. Para terminar con la historia les cuento que el hotel estaba a dos minutos de donde nos había dejado el autobús. A este punto, me senté en la entrada del hotel a reírme de mí y de nosotros mismos.
Gajes del oficio de viajar. Aventuras que nos dan vida... Como la vida misma.
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