Por ser raíces y por referencias familiares, me identificaba con los trovadores por instinto, por consonancia clasista, por la humana voz de María Teresa Vera, por canciones de Sindo Garay y de Miguel Matamoros.
Muy tempranamente, en 1967, me brotó La canción de la Trova y quedó fijada como mi primera declaración de principios. A partir de un programa de radio en que coincidí con maestros cultivadores de la trova empecé a pedir que no me llamaran cantautor sino trovador ―identificación que, hasta donde sé, no usaban aún mis contemporáneos―.
No por ello sometí mi curiosidad ni mi compromiso exploratorio como joven. Lo etiquetado, lo consabido, me parecía una simplificación insoportable. Para hacer canciones necesitaba de todas las libertades habidas y por haber. Si existía alguna ley gravitatoria, le correspondía sólo a la naturaleza ponerla en práctica -y a al creador burlarla, siempre que saliera ileso.
Texto de Silvio Rodríguez
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